Durante los años de la transición española se popularizó un término: el consenso. Fue, en palabras del historiador Juan Francisco Fuentes, “una nueva forma de concebir la democracia”. Se convirtió en el eslogan y el espíritu de una época, junto con aquella famosa canción del grupo Jarcha: Libertad sin ira.
Sería un error entender aquel consenso como una tolerancia “blanda” o como un amiguismo facilón. El consenso fue la voluntad política de una sociedad que desde distintos ángulos apostó por el acuerdo. Aún sabiendo, como explicaba José Pedro Pérez-Llorca, uno de los siete padres de la Constitución española, que “solo estábamos de acuerdo en que teníamos que ponernos de acuerdo”.
Cuando los historiadores hemos empezado a bucear en el proceso de la toma de decisiones que fue la transición, y que dio como resultado nuestra democracia actual, lo que salta a la vista es la “crudeza” de ese consenso. Exigió perdón y reconciliación. La Amnistía general de 1977 fue un intento de restañar las últimas heridas del franquismo para poder iniciar un nuevo tiempo. Exigió también diálogo, pactos y cesiones, e incluso implicó desacuerdos entre las fuerzas que quisieron integrarse en el proceso. Pero fue posible porque existía un proyecto común: transformar España en un país democrático.
Necesidad de dialogar y superar las diferencias
Este proyecto común les recordaba la necesidad de dialogar y de aprender a sobrellevar las diferencias entre los modelos que unos y otros proponían. Otros consensos llegaron, como el económico, de la mano de los Pactos de la Moncloa o el constitucional: “Que la Constitución se haga por consenso”, pidió Suárez.
Uno de los temas más espinosos fue la articulación territorial del nuevo Estado. Había que descentralizar el poder y dar salida a las reivindicaciones de autogobierno de las regiones “históricas”. Y luego a las “no históricas”. De ahí emergió el estado de las autonomías y quizás el problema que seguimos arrastrando cuarenta años después: el choque de dos modelos muy diferentes.
Uno nacía de una concepción liberal, que entendía las autonomías como espacios funcionales de autogobierno para la gestión económica y la prestación de servicios. Sin fragmentar o cuestionar la soberanía nacional sobre la que se cimentaba la constitución. Desde la UCD, e inicialmente desde el PSOE, se defendió un proyecto de transformación global para la nación, un proyecto colectivo donde primaba la cooperación entre las diferentes regiones.
El nacionalismo catalán y vasco
Otro lo formaban el modelo del nacionalismo catalán y vasco: proyectos particularistas que solo contemplaban las necesidades de su territorio y que no poseían un proyecto global para el país. Un modelo que entendía el proyecto autonómico como una confrontación con Madrid, ente al que poco a poco habría que ir arrebatando poder y competencias. Era la postura defendida inicialmente por los ponentes nacionalistas y comunistas. Y fue la que finalmente acabó imponiéndose.
La crudeza del consenso hizo posible el acuerdo, pero dejó algunos agujeros negros en la Constitución como, por ejemplo, el artículo 150.2, que permite que algunas de las competencias exclusivas del Estado puedan llegar a convertirse en competencias de las comunidades, o la falta de clarificación de las competencias concurrentes, dentro del famoso Título VIII de la Constitución. También esa crudeza se palpó en las eternas noches de negociación de los Estatutos de Autonomía vasco y catalán.
El gobierno de UCD se propuso ordenar ese proceso de construcción de las autonomías. Su objetivo era hacer un Estado autonómico fuerte y clarificado, donde las reglas del juego estuviesen claras, para facilitar el desarrollo y la convivencia. Para ello propusieron dirigir esa descentralización y evitar los procesos de tira y afloja que tanto desgastaban al Gobierno central y a las regiones.
Pero se quedaron solos. España vivió entre 1979 y 1982 un auténtico sarpullido autonómico, un proceso cargado de emotividad nacionalista. El oportunismo político hizo que fuerzas de carácter nacional, como el PSOE, tardaran en apoyar al Gobierno con una Ley de Armonización Autonómica, que no llegó hasta 1982.
Solo un Estado sólido podía articular una descentralización tan fuerte sin sucumbir al caos. Solo un Estado fuerte en sus instituciones podría acoger el proyecto de democracia y pluralismo para España que representaban las autonomías. Solo un Estado unido podría garantizar la convivencia entre proyectos tan distintos. Pero la mirada local acabó imponiéndose a la nacional.
El 21 de julio de 1978, cuando el Pleno del Congreso aprobaba el proyecto de Constitución y se cerraba el Título VIII, el ponente Pérez-Llorca había pronunciado unas palabras que eran un aviso y una súplica: “Alcanzar el acuerdo sobre él ha requerido los mayores esfuerzos, la mayor generosidad, e incluso una auténtica apuesta con la historia en la que nosotros hemos jugado la baza de la confianza y de la comprensión hacia las fuerzas de más resuelta significación autonómica”.
Recuperar el debate constituyente
El camino vivido desde entonces está culminando en un contexto político en el que el modelo nacionalista cuestiona la democracia Española y la naturaleza de las autonomías. Quizá sea interesante recuperar el debate que se abrió en la época constituyente, recuperar esa llamada al esfuerzo y a la generosidad, conocer cómo se alcanzó el consenso, en qué consistió y en qué momento el pacto de la transición se dejó de respetar. Es decir, en qué momento olvidamos ese proyecto común que nos hacía capaces de negociar.
La historia de la transición supone para nuestra sociedad una innegable y necesaria lección de política. Nos recuerda que necesitamos recuperar un proyecto integral para España, una política de Estado que supere el partidismo y el particularismo. También la serenidad. Nos recuerda también que quizá no lo hemos conseguido. El consenso no es fácil, la democracia tampoco, pero desde una cultura de diálogo y de claridad normativa podremos convivir. Esto nos enseña la transición, a pesar de sus errores o quizá gracias a ellos.
Gema Pérez Herrera es PDI profesor ayudante doctor del departamento de Historia Contemporánea en la Universidad de Valladolid.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.