Las discrepancias y los conflictos son inherentes a las relaciones humanas, en todos los contextos, por lo que resultan habituales en el ámbito familiar.
En el imaginario colectivo el concepto conflicto tiene connotaciones negativas; sin embargo, discrepar y tener opiniones diferentes sobre cualquier cuestión puede ser una oportunidad para aprender o mejorar a las personas o situaciones y, por tanto, tener consecuencias deseables y resultar constructivo y enriquecedor.
Para que así sea, no se puede convertir la falta de acuerdo en enfrentamiento, disputas y discusiones. Cuando las opiniones se transmiten de manera agresiva, violenta o con falta de respeto, dejan de ser procesos positivos para convertirse en nocivos y destructivos.
Un impacto destructivo
En el caso de las parejas con descendientes, especialmente si estos son menores de edad, los efectos adversos se extienden a ellos, y son más dañinos que para los progenitores. Existe una vasta literatura sobre cómo impacta de forma destructiva el enfrentamiento y conflicto parental en los hijos e hijas, desde los más pequeños hasta los adolescentes.
Con independencia de que los progenitores convivan o estén separados, la evidencia científica muestra que la conflictividad parental es un factor que incide fuertemente en la salud física y psicológica de los hijos. Esta realidad ha llevado a que la exposición constante de los hijos al conflicto parental se considere, por parte de profesionales y científicos de diferentes ámbitos (principalmente de la psiquiatría, psicología, pediatría y la educación), un proceso constitutivo de maltrato hacia las personas menores de edad.
Mecanismos reactantes en la gestión de conflictos
Los progenitores no siempre han sido socializados para resolver los conflictos y las discrepancias de forma amigable. Muy por el contrario, el aprendizaje adquirido les provoca la activación de mecanismos reactantes, de defensa y ataque, especialmente ante eventos estresantes (como pérdida de empleo, falta de recursos económicos, presencia de enfermedades graves en algún miembro de la familia, adolescencia problemática de algún hijo, ruptura de la pareja, etc.).
Desafortunadamente, vivencias muy comunes propician en los progenitores dinámicas más conflictivas, mayor número de discusiones y enfrentamientos; mermando su capacidad para mantener relaciones afectivas positivas y sanas entre ellos y con los hijos, a la vez que la coparentalidad positiva. Esto agrava y refuerza el estrés y el conflicto en la familia.
Mal ejemplo y estrés acumulado
Las discusiones de la pareja con falta de control emocional exacerban el enfrentamiento y hacen crecer los problemas en número y en intensidad. Indefectiblemente, acaban dañando el funcionamiento familiar y el bienestar de los hijos, en mayor grado cuando se realizan en su presencia.
Las discusiones de los progenitores provocan estrés en los hijos, con sus consabidas consecuencias nocivas para su sistema y funcionamiento personal, afectando al sistema fisiológico, cognitivo y conductual.
Adicionalmente, les suscita falta de confianza en la familia como garante de su soporte y apoyo a todos los niveles, especialmente el psicológico. Esto último pone, en particular, a preadolescentes y adolescentes en situación de riesgo.
Hace ya una década la American Academy of Pediatrics advertía que la ausencia de relaciones familiares adecuadas predice desajustes y patrones de salud desadaptativos en los niños, niñas y adolescentes.
De manera genérica, para los hijos el conflicto conlleva síntomas internalizantes y externalizantes. Aunque varían en función de la edad y el género, entre los síntomas internalizantes destacan los de carácter ansioso y depresivo, los somáticos, la angustia y los miedos. En cuanto a los síntomas externalizantes se apuntan las rabietas, la falta de respeto, los comportamientos regresivos, las conductas disruptivas, violentas y delictivas y el consumo de sustancias.
El control emocional se aprende
Las discusiones entre los progenitores, cuando se llevan a cabo con control emocional, amabilidad, comprensión, otorgando dignidad y legitimidad, y el más estricto respeto hacia las opiniones del otro, no afectan a los hijos, incluso puede incrementar su sentimiento de seguridad y bienestar en la familia. Al mismo tiempo, pueden ser un aprendizaje vicario de gran relevancia para su desarrollo y desempeño socioemocional.
En este sentido, dentro de las necesidades básicas de la infancia y la adolescencia se subraya que en las familias existan estilos de comunicación asertiva, que se favorezca el intercambio respetuoso de información y el abordaje no violento de los conflictos.
Es un derecho de los hijos y las hijas que esto se respete y de este modo puedan vivir en un contexto que promueva el desarrollo adecuado de su personalidad, su bienestar y felicidad. En consecuencia, el ejercicio responsable de la parentalidad requiere lograr que los hijos disfruten de una convivencia positiva en su hogar, lo que indiscutiblemente exige a sus progenitores una gestión y resolución positiva de los conflictos y la ausencia de discusiones inadecuadas.
Los progenitores deberían ser conscientes de cómo sus discusiones pueden dañar a sus hijos para evitar exponerlos a ellas y, en el caso de no disponer de las destrezas necesarias para gestionar cómo se resuelven positivamente las controversias, buscar apoyo para adquirirlas.
Francisca Fariña Rivera es catedrática de Psicología Básica y Psicología Jurídica del Menor por la Universidad de de Vigo.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.