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Lecturas para después de una guerra / Por Vicente Alberto Serrano

En 1983, Josefina Rodríguez, la viuda de Ignacio Aldecoa, agrupó una clarificadora selección de textos bajo el título genérico de Los niños de la guerra (Ed. Anaya). Ejemplos significativos en la obra de diez narradores que se vieron obligados a compartir su niñez con los convulsos años de la guerra civil. Se trataba de escritores con los que ella –a lo largo de su vida– mantuvo una intensa relación de amistad. Hoy tan solo sobrevive uno de aquellos autores. En 1936 formaban parte de esos niños de la guerra; apenas si tenían de ocho a once años. Poco después conformaron la generación que durante la turbia posguerra trataría de rebelarse, en un intento por no consentir que su escritura quedara amordazada durante el largo tiempo de silencio. Josefina R. Aldecoa supo hilvanar las páginas de su antología con fugaces trazos de biografías, a modo de introducciones para cada uno de los relatos o fragmentos de novelas. Enriquecidos además con posteriores y lúcidos comentarios a esos textos que, finalmente, nos acabarían resultando imprescindibles, porque se convirtieron en la base para ahondar y conocer unos años violentos e incomprensibles no vividos pero que hemos tratado de descifrar, leyendo la mirada y los recuerdos de una infancia quebrada.

Otros mundos, tal vez ilusorios

Cuando Ediciones Anaya publicó aquella antología, en un principio nos pareció un contrasentido e incluso una traición al formar parte del catálogo de su prestigiosa colección juvenil, empeñada en reeditar algunos de los relatos que un par de décadas antes –a través de las editoriales Mateu, Molino o Bruguera y colecciones como Cadete e Historias– habían conseguido desbordar nuestra imaginación. Con títulos que desde la grisura del entorno, nos supieron trasladar por los conductos de una épica de aventura y misterio a otros mundos –tal vez ilusorios– pero mucho más atractivos que la parda realidad circundante. Todo ello gracias a autores como Edgar Allan Poe, Robert L. Stevenson, Mark Twain, Herman Melville, Julio Verne, Karl May, Daniel Defoe o Emilio Salgari. Durante la adolescencia tratamos de ignorar el resto, los escritores cercanos. Intuíamos que en aquellas otras lecturas solo podríamos detectar un oscuro poso de amarga tristeza y derrota. No entendíamos entonces que esos diez escritores pudieran confraternizar con nuestros mitos juveniles.

Cubierta de la Antología y los niños de la guerra.

Cubierta de la Antología y los niños de la guerra.

Lecturas para después de una guerra

Pero es que una vez hubo una guerra y los vencedores se empeñaron por contarla a su modo. Obsesionados en negarnos cualquier otro relato. Allá en los colegios de curas nos aterrorizaban con historias escalofriantes cometidas por las hordas rojas. Ellos, celosos guardianes de proteger nuestra moral, aunque a veces los métodos no resultasen muy ortodoxos, pero sí muy inquietantes. Parece ser que tras la victoria de la cruzada, se quemaron cantidad de libros perniciosos. La Junta de Censura ya se ocupaba con deleite de trinchar las películas que conseguían atravesar la calificación moral de los espectáculos. Pensábamos que nos habíamos quedado sin narradores, dramaturgos o poetas, porque como en los vagones de Renfe, no nos estaba permitido asomarnos al exterior y la verdad es que fuimos incapaces de escudriñar un poco más hacia el interior.

Yo no soy cojo, es que me fusilaron mal. Gila

Cierto día una profesora del Instituto me prestó las Industrias y andanzas de Alfanhuí, narradas por un peculiar personaje, hijo de ese vencedor de la guerra que –como en el chiste de Gila– por lo visto los rojos le fusilaron mal (después quedaría narrado por Cercas y filmado por Trueba). Las páginas escritas por Rafael, el hijo más rebelde (Chicho tampoco se quedaba atrás) me deslumbraron de tal modo que hicieron reconciliarme con la literatura interior y entonces rebuscar a fondo, para encontrar tesoros escondidos entre sus sus páginas. Alfanhuí asentó en mi memoria toda una serie de imágenes repletas de color que albergaban párrafos como este: «Las viejitas tienen los huesos de alambre y mueren después de los hombres y después de los álamos. Se ahogan en los vados del Henares y se las lleva la corriente, flotando como trapos viejos». Después, ni en la Presa de las Armas, las Terreras o la Tabla Pintora llegué a descubrir flotando los trapos viejos que describía Sánchez Ferlosio. Pero aquellas industrias y andanzas me sirvieron para ir recalando después por otros muchos textos maduros de los que fueron niños de la guerra.

Esperando el porvenir

Ignacio Aldecoa cerraba la antología preparada por su esposa con “Patio de armas”, uno de los cuentos más definitorios de aquella infancia envuelta en un tremendo e incomprensible desquicie bélico. En 1994, coincidiendo con el veinticinco aniversario de la muerte del escritor, Carmen Martín Gaite publicó Esperando el porvenir (Ed. Siruela), cuatro relatos entrañables, no solo como homenaje directo a su admirado compañero en los dos cursos de comunes compartidos en la Facultad de Letras de Salamanca, sino también como perfil muy aproximado de todos aquellos que posteriormente en Madrid, entre noches de vino tinto, comenzaron a trazar las pinceladas de su generación a través de las páginas de la efímera Revista Española que generosamente les ofreció don Antonio Rodríguez Moñino. En unos de los capítulos de aquel homenaje, Carmen consigue un perfecto autorretrato: «En gran parte venían de provincias, veníamos, porque a pesar del secano cultural de la España de posguerra seguíamos soñando con las grandes ciudades, de la misma manera que muchos campesinos, víctimas de la miseria rural, esa gente marginada de la periferia que puebla los relatos de Ignacio Aldecoa, acariciaban también el sueño de que en Madrid les esperaba un porvenir mejor».

Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, Juan Benet y Ana María Matute. Cuatro de los autores contenidos en la Antología preparada por Josefina Rodríguez Aldecoa.

Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, Juan Benet y Ana María Matute. Cuatro de los autores contenidos en la Antología preparada por Josefina Rodríguez Aldecoa.

Dos volúmenes complementarios

Los niños de la guerra esperaron el porvenir empeñados por narrar sus historias en un país traumatizado y sin apenas lectores. Tal vez por eso la antología de Josefina y el libro homenaje de Carmen se complementan y hoy sigue siendo imprescindible reeditarlos. La novela de Elena Fortún, Celia en la revolución pasó décadas descatalogada en una colección infantil, hasta que hace poco fue recuperada por una editorial sevillana. Me consta que sus nuevos lectores han quedado conmovidos por la visión de la Guerra Civil desde la mirada de una niña. De otra colección infantil debemos recuperar esa antología con textos de Jesús Fernández Santos, Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio, Rafael Azcona, Juan Benet, Juan García Hortelano, Medardo Fraile, Caballero Bonald, Ana María Matute e Ignacio Aldecoa. Puede significar reencontrarnos con lejanas lecturas para después de una guerra y es posible que como en la película de Basilio Martín Patino lleguemos a percibir la misma tristeza contenida que nos produjo contemplar, entre coplas, la derrota de unas ilusiones pisoteadas por los militares salvapatrias y las bendiciones de la reserva espiritual de Europa. Pero es que éstas páginas nos darán la satisfacción de regresar, recuperar y buscar el resto de la obra de una decena de autores que se nos habían quedado a la sombra de los aventureros en flor.