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León Felipe en La Oveja Negra / por Vicente Alberto Serrano

León Felipe en La Oveja Negra / por Vicente Alberto Serrano

Desde La Oveja Negra

No, por supuesto que León Felipe nunca estuvo en La Oveja Negra. Por entonces, cuando comenzábamos a descubrir al poeta, él moría en el exilio. Se cumplen ahora 50 años. ¡Qué lástima! Eugenio, el entrañable librero de la calle Lucas del Campo nos pasó, casi de tapadillo, la Antología rota publicada por la editorial Losada de Buenos Aires. Sus páginas contenían el largo poema “Qué lástima”. Nos lo aprendimos casi de memoria porque sus narrativos versos parecían enumerar todos aquellos deseos nunca alcanzados, ni por el poeta ni por nosotros. En sus páginas había más, mucho más: «Poesía…/tristeza honda y ambición del alma…» y sobre todo una denuncia desgarradora en el poema “Pero ya no hay locos”, tan desconocida que llegó a perturbarnos en aquel tiempo de silencio: «Franco…, el sapo iscariote y ladrón en la silla del juez repartiendo castigos y premios, / en nombre de Cristo, con la efigie de Cristo prendida del pecho…»

León Felipe montaje

León Felipe, la cubierta de su “Antología rota” y el protagonista del poema “Pero ya no hay locos”.

La Oveja Negra

En la España amordazada y un tanto irreal, no dejaba de tener su gracia que se me ocurriera montar un reducto de libertad en una de las habitaciones del pabellón de la Prisión de Mujeres. Mi padre era el director. En La Oveja Negra, nos reuníamos, según el informe del brigadilla de la Guardia Civil: ‘jóvenes de ambos sexos para conspirar (sic) contra el régimen’. Aunque me hubiese gustado ser mucho más rebelde con causa, creo recordar que lo único que hacíamos allí cada tarde, era besar timidamente labios «…que parecían de papel» y escuchar una y otra vez canciones de Aute, Serrat, Raimon, Lluís Llach, Pi de la Serra, Guillermina Motta… leer poemas prohibidos e invitar a hacer novillos a las chicas de las filipenses.

Historia de unos pantalones

Si algunos de vosotros ha leido La broma de Milan Kundera (Ed. Tusquets) pensará que esta historia está inspirada en aquella novela. Sin embargo los pantalones fueron reales, unos vaqueros blancos que le presté a María Rosa para una excursión a los cerros que teníamos prevista para la primera tarde del otoño. Con la única condición de que no se los pusiera hasta que estuviésemos cerca del río, porque tal vez podría ser una provocación pasar por delante del cuartelillo de la calle Santo Tomás con ellos. Se trataba de unos pantalones ‘tatuados’ a rotulador con frases varias y el dibujo de un ojo del que se escapaba una lágrima, con la leyenda: «¡Qué lástima!, en México ha muerto León Felipe y en España más de 30 años de dictadura franquista. ¡Qué lástima!». Era septiembre y aquella tarde llovió. Se suspendió la excursión. Al día siguiente María Rosa me llevó los pantalones a la Plaza de Cervantes, pero yo estaba en la boda de mi hermano. Regresó a su casa con el paquete. Al llegar se encontró con la visita de su tío, por lo visto Inspector de Policía en Madrid que quedó admirado de lo que había crecido y lo mona que estaba. Al tiempo que su madre, orgullosa, comentaba: «…y hasta tiene novio…». María Rosa, desde su inocencia añadió: «…es artista», mientras desplegaba los pantalones tatuados. El inspector esgrimió una pícara sonrisa. Sin embargo el padre, comandante de paracaidistas, arrebatándole indignado el cuerpo del delito lanzó toda una amenaza: «¡Tengo que hablar con el padre de este chico!».

Ara que (casi) tinc vint anys

Al día siguiente María Rosa me detallaba todo el incidente con el consabido colofón amenazante. Desde mi supuesta rebeldía del ‘ara que (casi) tinc vint anys’ serratiano, le repliqué con la insolencia que me infería el ‘ayer veinte años cumplí’ de Mari Trini, advirtiéndole que le dijese a su padre que con quien tendría que hablar era conmigo, autor único de la supuesta ofensa a los principios fundamentales del Movimiento. Transcurría el otoño y todo parecía haberse calmado.

La detención

Sin embargo una tarde, a finales de octubre, el funcionario del rastrillo llamaba por teléfono al pabellón para comunicarme que abajo esperaba un miembro de la brigadilla de la Guardia Civil que preguntaba por mí. «Será por mi padre», le insistí. «No, no, por tí…» me volvió a repetir don Virginio. Bajé y en el despacho del Director de la Prisión de Mujeres me esperaba un ‘secreta’ de la Benemérita para detenerme, esgrimiendo en una mano los famosos pantalones y en la otra una denuncia, donde se me acusaba de propaganda ilegal y reuniones clandestinas con jóvenes de ambos sexos para conspirar contra el régimen. Al parecer llevaba sometido a vigilancia desde hacía casi un mes. Sin que yo lo percibiera iba acompañado en el ferrobús por un policía en mis diarios viajes a Madrid, donde había comenzado los estudios. «Recoge lo que necesites –impuso la autoridad del brigadilla– porque nos vamos ahora mismo a Carabanchel, donde permanecerás hasta que se pronuncie el Tribunal de Orden Público».

Vicen-oveja 1968

El autor del artículo en “La Oveja Negra” (Otoño de 1968).

Con lo de derechas que es usted

«Un momento…» Con total serenidad cogí el teléfono y llamé al pabellón. Le dije a mi padre si podía bajar un momento a su despacho. Una vez allí el policía, muy respetuoso ante su presencia, comenzó a disculparse: «Ay, don José, con lo de derechas que es usted y que le haya salido así este hijo, esta “oveja negra”. Mire, mire –mostrando los pantalones– este León Felipe, que no sabemos quien era, pero que tampoco debía ser trigo limpio. Y esas frases ofensivas. Mire, mire, esta denuncia donde un alto mando del ejército acusa a su hijo de todos esos cargos». Mi padre en vez de observar los pantalones y hojear la denuncia, me miraba fijamente con una curiosa expresión que no supe discernir en aquel momento si era de extrañeza o de cachondeo.

Desde la autoridad que me confiere el cargo

Tal vez para apabullar al agente, mi padre con su peculiar acento lucentino y con un tono que pasado el tiempo siempre me recordaría a don Niceto Alcalá-Zamora, afirmó rotundamente: «Desde la autoridad que me confiere el cargo le ruego me conseda un plazo; hasta mañana a las nueve. Si para entonses no he resuelto el asunto, se podrá llevar a mi hijo a Carabanchel». Me alargó una moneda de diez duros –por supuesto con el perfil del Caudillo– y me recomendó que me fuese al cine mientras él trataba de arreglar tamaño desaguisado. Recurrió al Administrador de la Prisión, no solo gran amigo suyo sino también del paracaidista denunciante, al que fueron a buscar al Círculo de Contribuyentes donde sabía que el amigo cada tarde se enredaba con las cartas. El comandante se negó a retirar la denuncia, no se atrevía a desdecirse frente el General, gobernador de la plaza. Ante tamaña negativa, los dos alféreces provisionales tuvieron que dirigirse hasta la Comandancia y allí, en tiempo record, zanjaron el asunto con el General que, desde una inusual campechanía, calificó el incidente de simple, aunque arriesgada chiquillada que, por lo visto, el celo patriótico del comandante había querido llevar a mayores.

Eugenio, aquel entrañable librero

Como es de suponer, gracias a los buenos oficios de los dos alféreces provisionales, a la mañana siguiente no tuve que enfilar el camino de Carabanchel. En cuanto al brigadilla de la Guardia Civil me lo seguí encontrando, de vez en cuando, por la calle Santo Tomás y siempre, sin mediar palabra, me lanzaba una mirada que tampoco adiviné nunca si era de complicidad o de frustración y desprecio porque el jovencito rojo se le escapó vivo. El comandante casi llegó a convertirse en mi suegro. Poco después surgió entre los dos una curiosa amistad; cada semana me hacía llegar los artículos que José Bergamín publicaba por entonces en Sábado Gráfico y en muchas ocasiones hasta llegamos a comentarlos juntos. En cuanto a mi padre –a pesar de ser de derechas, como afirmaba el policía– únicamente me pidió que retirase de una de las paredes de La Oveja Negra, la cruel caricatura de Franco realizada por Vázquez de Sola, no solo por considerarla de mal gusto, sino ante el temor de que volviese a traernos problemas. De León Felipe –del que en estos días se conmemora el cincuentenario de su muerte– aun conservo, muy manoseada, la vieja edición de la Antología rota que me recomendó Eugenio, aquel entrañable librero que a muchos de nosotros nos encaminó por la senda de la lectura a través de algunos escritores y poetas. Desde Alejo Carpentier a Milan Kundera; desde León Felipe a Luis Cernuda.