la Luna del Henares: 24 horas de información

Libros: lo mismo que el fuego fatuo… / por Vicente Alberto Serrano

Desde La Oveja Negra

«Lo mismo que el fuego fatuo, / lo mismito es el querer / que huyes y te persigue, / le sigues y echa a correr». La letra de la Canción del fuego la compuso María de la O Legárraga en 1915 para el Amor brujo, ballet con cante jondo de Manuel de Falla. El diccionario de la RAE se refiere a fatuo como: “Falto de razón o entendimiento lleno de presunción o vanidad infundada”. Hoy sabemos con certeza que María Lejárraga fue la autora “oculta” de casi la totalidad de la obra de Gregorio Martínez Sierra. A finales del 36 ocupaba en Suiza el puesto de agregada comercial del gobierno de la República. Cuando a Largo Caballero le sucede Juan Negrín, es cesada en su cargo e inicia un exilio que le llevará a Niza y posteriormente a México y Argentina. Manuel de Falla decide exiliarse en Argentina pocos meses después de acabada la Guerra Civil, a pesar de los intentos del bando vencedor por retenerlo en España con la promesa de una pensión vitalicia. Ambos murieron en Buenos Aires.

Libros para un Fahrenheit 451 patriótico

Apenas un mes después del final de la “Cruzada”, las autoridades victoriosas decidieron celebrar la Feria del Libro a su manera. Con un modo tan peculiar y salvaje, que el relato de Ray Bradbury y la película de Truffaut se nos aparecen bastante tibios, porque mientras que allí el papel ardía a 451º Fahrenheit, en estos otros tiempos de venganza y revancha, la llama simplemente era sagrada por la gracia de Dios. Una antorcha divina esgrimida espiritualmente por el invicto Caudillo dispuesto a purificar el mínimo tufo de masonería y cualquier otro ingrediente subversivo que se contuviese en objetos tan maléficos como los libros. No se trata de un relato de ciencia ficción, la noticia es auténtica. Está fechada el 2 de mayo de 1939 y la recoge el diario Ya. En las páginas de Cultura titula una de sus columnas: “Auto de fe en la Universidad Central” y más abajo relata: «Los enemigos de España fueron condenados al fuego (sic). Con motivo de la Feria del Libro se celebró un auto de fe en el patio de la Universidad Central, pronunciando el catedrático Antonio Luna las siguientes palabras: “Para edificar a España una, grande y libre, condenamos al fuego los libros separatistas, los liberales, los marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pesimistas, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los seudocientíficos, los cursis, los cobardes, los textos malos y los periódicos chabacanos. E incluimos en nuestro índice a Juan Jacobo Rousseau, Carlos Marx, Voltaire, Lamartine, Máximo Gorki, Remarque, Freud y al Heraldo de Madrid».

Franco, con cara de asombro al comprobar la cantidad de masones encuadernados que aún quedan en las estanterías. ¿No los habíamos quemado a todos?

Franco, con cara de asombro al comprobar la cantidad de masones encuadernados que aún quedan en las estanterías. ¿No los habíamos quemado a todos?

Falange edita

Sobre aquellas pavesas purificadoras, las cabezas pensantes del Régimen se plantearon la compleja la aventura de reiniciar una industria editorial acorde con la nueva España Imperial. Todo escaseaba en la dictadura del estraperlo, por supuesto también el papel. Mientras el país se debatía, no sólo en la miseria ideológica sino también en la miseria material, la casta falangista se pudo permitir el lujo y la hipocresía de editar revistas minoritarias, a gran formato. Ya en plena guerra habían tenido la desfachatez de publicar cuatro únicos números de Jerarquía, la revista negra de Falange. Un monumento gráfico a la ostentación, desde allí comenzaron a templar sus plumas: Luis Rosales, Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo y Torrente Ballester. Más tarde, en la reprimida posguerra aquellos mismos autores continuaron ejerciendo de guías culturales, desde las no menos lujosas páginas de Vértice y Escorial, hasta el momento en que entendieron les había llegado la hora del Descargo de conciencia (Barral Ed.) como uno de ellos tituló su libro de memorias.

Austral, al otro lado del Atlántico

El resto: silencio y censura. Al otro lado del océano, una diáspora intelectual trataba de reconstruir afanosamente el andamiaje destrozado de una ilusionada Edad de Plata, desbaratada por los horrores de la guerra. Allí se gestaron editoriales como Losada, Séneca, Oasis… y una Espasa-Calpe reinventada que, desde el exilio, inició su colección más emblemática: Austral; con la que más tarde trataría de alimentar aquí un oscuro tiempo de silencio. Porque se le permitió regresar, aunque con fuertes matizaciones de censura, manteniendo proscritos algunos autores de su catálogo. Aquellos escritores y poetas que pocos años después lograríamos repescar a través de la editorial que otro español fundó en Argentina. Los libros de Losada fueron llegando de tapadillo y a veces se lograban conseguir en las trastiendas de librerías amigas. De este modo supimos de textos silenciados.

En Inglaterra fueron los nazis, otros fascistas, los que trataron de destruir los libros con bombas incendiarias. Aspecto de una librería en el centro Londres tras un ataque aéreo.

En Inglaterra fueron los nazis, otros fascistas, los que trataron de destruir los libros con bombas incendiarias. Aspecto de una librería en el centro Londres tras un ataque aéreo.

El Molino de nuestra infancia y adolescencia

Los que no formamos parte de aquellos niños de la guerra, vivimos sin embargo una infancia singular en esa larga y adormecida posguerra que terminó derivando en aquello que sofisticadamente dieron en llamar el tardofranquismo; tal vez por lo que tardó el franquismo en comenzar a desmoronarse. Nuestras primeras lecturas por tanto ya se pudieron cobijar en las cálidas, bellas y pulcras ediciones de la editorial Molino que además, burlando la censura, nos trajo al primer héroe anarquista y rebelde que alcanzamos a conocer. Guillermo Brown y su banda de proscritos nos enseñaron cómo crispar a la sociedad circundante. Más tarde descubrimos la extensa colección de las novelas de Salgari con las que iniciamos un viaje exótico y sin límites alrededor de nuestra habitación. Por supuesto también las páginas de Julio Verne, y hasta las de aquel enigmático escritor alemán, Karl May, que supo mostrarnos el Oeste americano sin salir de su país, convirtiendo al más significativo de sus personajes, el indio Winnetou, en uno de nuestros personajes de referencia. Hasta que llegó Tintín, recogido en álbumes de gran formato y a todo color que publicaba la editorial Juventud, pero que no estaban al alcance de nuestros bolsillos; por eso lo devorábamos compulsivamente en la Biblioteca Municipal, donde había casi tortas cada tarde por conseguir una de sus aventuras.

De Josep Janés a Jorge Herralde

En 2013 se cumplía el centenario del nacimiento de Josep Janés, al mismo tiempo que el de Albert Camus. Ambos murieron jóvenes, en accidente de automóvil, con apenas un año de diferencia. Janés, editor y poeta supo inferir a los años duros de los fuegos fatuos franquistas-quemalibros, una calidad editorial inimaginable, dejando escapar por los pocos resquicios de la férrea censura, autores y títulos esenciales. Su muerte prematura puso la empresa en manos de otro editor: Germán Plaza, que fundió los dos sellos en uno y durante décadas copó el mercado con ediciones populares que lograron proporcionarnos un “tótum revolútum”. Desde Chesterton hasta William Faulkner, pasando hasta por las aventuras nazis de Sven Hassel, en aquella mítica colección Reno, de letra minúscula y hojas volanderas que se descuajaringaban en la primera lectura. Ellos, con algunos otros, fueron los pioneros de un mundo editorial que trató de sobrevivir de entre las cenizas provocadas por el empeño purificador de los vencedores. Ochenta años después de aquella pira que pretendió ser funeraria, ciertos editores aún se empeñan en demostrar que los espadones salvapatrias no consiguieron calcinar la lectura en libertad. En estos días algunas editoriales celebran significativos aniversarios (Planeta, Anagrama, Tusquets, Acantilado, Minúscula…). Hoy, ante el escaparate de cualquier librería, nuestro recuerdo y homenaje se extiende desde Josep Janés a Jorge Herralde, pasando por Carlos Barral, Rosa Regàs, Jaime Salinas, Mario Muchnik, Josep Vergés, Beatriz de Moura, José Manuel Lara, Esther Tusquets, Manuel Aguilar y tantos otros.

Gracias por vuestros libros.