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Los cuentos de La Luna: ‘Seda y Acero’ / Por Ismael Ahamdanech

Los cuentos de La Luna: ‘Seda y Acero’ / Por Ismael Ahamdanech

Lo recuerdo de muchas formas, pero sobre todo de dos. A diario. A fin de cuentas, ¿quién puede olvidar a la persona que le enseñó a montar en bicicleta? Era una Orbea, no recuerdo si azul o naranja, una de las dos que habían llevado a la casa del pueblo mis primos. Ellos vivían más cerca, en San Clemente, a dieciocho kilómetros, y las habían dejado allí para no tener que cargar con ellas cada vez que iban a ver a los abuelos, que era bastante a mendo. Así que un día, yo no tendría más de cinco años, él cogió una, ya lo he dicho, no sé si la naranja o la azul, y me llevó a una era que quedaba cruzando la carretera de Alicante y que hoy ocupa una nave de faena que ya está abandonada. Fue fácil: sujetó el sillín, me acompañó unos metros y, solo por saber que él estaba allí, empecé a pedalear yo solo sin ningún miedo.

Esa es, precisamente, una de las formas en las que lo recuerdo a diario. Yo en bicicleta, ya algo mayor, once o doce años, y él en el viejo vespino rojo que duró más de cuarenta años. Íbamos por el camino de Barrax a ver las viñas, su pasión, y me crucé delante de la pequeña motocicleta. Los dos cayeron, la moto y el jinete, que se levantó enseguida y, después de sacudirse el polvo de los pantalones de paño (porque siempre iba impoluto) me recriminó con toda la dureza que guardaba para mí: “No le digas a tu madre lo que ha pasado porque si no, no nos va a dejar que volvamos a salir juntos”. Ni una queja por el golpe, él, que tenía ya más de ochenta años.

Las viñas. Y el campo manchego.

Esa es la otra forma en la que sigue cada día presente en mi memoria. Él subido en el pescante del remolque mientras nos dirigíamos a vendimiarlas. Con su chambergo abierto, mientras los demás nos arrebujábamos en mantas ateridos de frío, bebiéndose el campo con la mirada.

Quiero creer que sé lo que pensaba. Que mil, cien mil veces que volviera a ver el magnífico espectáculo que brindaba el sol que comenzaba a alumbrar los suaves oteros manchegos, mil, cien mil veces le seguiría pareciendo nuevo, grandioso, imposible, experimentando una emoción que sólo pueden experimentar los que nacen pegados a la tierra porque les corre en las venas la sangre de todos los antepasados que antes que ellos la han hollado. De todos los antepasados que han dejado sobre ella sangre y sudor y que al final la han servido de abono convirtiéndola en lo que es ahora, estableciendo con ella una unión que se remonta al principio de los tiempos y va hasta su fin en un lazo indestructible: hombre y tierra fundidos para siempre, con un lapso de unos pocos años en los que no llega jamás el corazón a soltarse.

Quiero pensar que era eso lo que pensaba, pero no puedo estar seguro. Tal vez solo miraba las cepas y calibraba cómo había crecido la uva o contemplaba los pimpollos que comenzaban a crecer y que él ya sabía que no vería convertirse en pinos. Lo que sí sé es que era seda y acero. Acero que solo se dobló para trabajar, tanto como había que hacerlo para sacar adelante a su familia y darles estudios en aquellos años. Seda que siempre estaba dispuesta para envolver mi mano y secar con infinito amor mis lágrimas de niño.