Manuel Leguineche y el Desastre de Annual, 1921 / Por Vicente Alberto Serrano

Desde La Oveja Negra

Marruecos siempre se me mostró como un sugerente volumen intonso a la espera de ser desbarbado. Abrir sus páginas y adentrarme en tan atractivo misterio solo requería el esfuerzo de atravesar los catorce kilómetros del Estrecho. Marruecos hacía ya mucho tiempo que se había adueñado de mi imaginación a causa de otras páginas, abiertas y manoseadas. Por ejemplo «Imán» (Ed. Destino), la novela de Ramón J. Sender, escrita según su autor: «…con la voz del paisaje africano en los oídos»; «La ruta»,segunda novela de la trilogía que compone «La forja de un rebelde» (Ed. Debate) de Arturo Barea, mucho más que el testimonio desgarrado de su protagonista en la campaña de África o las «Notas marruecas de un soldado» (Ed. Planeta) trazadas por el controvertido Ernesto Giménez Caballero que a pesar de ser soldado de cuota, se vio obligado a embarcar rumbo a Melilla poco después de la derrota de Annual; un texto entre el sarcasmo y la dura crítica al corrupto tinglado de Marruecos, incluso enriquecido con una cómica descripción de Millán Astray. Aquel maltrecho legionario me imagino que nunca se lo perdonaría. Pero sobre todo la ya tan lejana lectura de «La pared de tela de araña» (Ed. Planeta) de Tomás Borrás perturbó mi adolescencia con una picaresca y erótica historia protagonizada por Axuxa. La segunda parte de aquella novela, que se titulaba “Xauen”, era en una especie de reportaje periodístico narrado por un oficial del ejército español describiendo entusiasmado su estancia en la ciudad prohibida, tras la toma del general Berenguer. Borrás supo mostrarme, con una prosa a veces un tanto excesiva y pretenciosa, el más fiel retrato de la ciudad profanada y por tanto un deseo ardiente de saltar desde Algeciras a Ceuta y alcanzar las enigmáticas calles de Xauen; en busca de otra realidad, alejada de aquel Marruecos que teníamos tan emborronado por la salvaje y estúpida épica africanista que pretendieron inculcarnos. Habría por tanto que desbarbar ciertas páginas ocultas para, sobre todo, intentar desterrar las desgarradoras imágenes de piltrafas humanas achicharradas tras el desastre de Annual. Sin embargo hoy regreso a Leguineche.

Manuel Leguineche en la llanura de Annual (1995) y cubierta de su libro.

Leguineche y el otro Vietnam

Hace veinticinco años Manuel Leguineche publicó en la editorial Alfaguara, «Annual 1921, el desastre de España en el Rif». Cuando está a punto de cumplirse el centenario de aquella devastadora derrota, resulta inevitable revisitar sus páginas. Hace ya mucho tiempo me impactó otro libro suyo titulado «La guerra de todos nosotros. Vietnam y Camboya» (1948-1985) (Ed. Plaza&Janés). En él describía el desgarro bélico de países tan lejanos, a través de los testimonios de sus protagonistas. Tal vez sea por eso, siempre que evoco la figura legendaria del reportero, me viene asociada a un tema de Simon & Garfunkel: 7 O´Clock News / Silent Night (Las noticias de las 7 en punto / Noche de Paz), canción que era como una especie de collage musical donde se mezclaba el villancico Noche de Paz (Silent Night) con el boletín de noticias norteamericano de las siete en punto en un día cualquiera del verano del 66. Las voces del dúo y la del locutor terminaban casi al mismo tiempo, mientras se desvanecían los fragmentos de un discurso del vicepresidente Richard Nixon, instando a aumentar el contingente bélico en Vietnam. Tiempos de adolescencia y programada ignorancia en los que, sin embargo, Manuel Leguineche consiguió estremecernos hacia la rebeldía con cada una de sus crónicas sobre la guerra de Vietnam. En este libro sobre Annual, nos traza los desgarradores perfiles de aquel otro estúpido y sangriento Vietnam, quizás lejano en el tiempo, pero tan cercano en el espacio. Fue entonces –hace un siglo– cuando el torpe ardor guerrero de unos africanistas corruptos –jaleados por Alfonso XIII– ansiosos y obsesionados por arañar puestos en el escalafón, abonaron las llanuras de Annual y el Monte Arruit con miles de cadáveres de soldados que, sin ninguna veleidad imperialista, se vieron destinados en África y allí sufrieron una humillante derrota, provocada por la ambiciosa ineficacia de algunos mandos, que como el general Silvestre quisieron demostrarle a su rey el valor que aquel le requería (con vergonzantes telegramas) para salvaguardar tan sospechosos intereses personales. Lejos de sus pueblos, en una tierra que no era la suya, quedaron los cuerpos de unos reclutas espantosamente mutilados, pudriéndose al sol, devorados por los buitres.

El general Dámaso Berenguer, de visita con otros oficiales militares a la posición de Monte Arruit, en octubre de 1921. Ante los restos de los soldados muertos, se tapa el rostro con un pañuelo para tratar de evitar el hedor.

Recuerdos de José Cañizo

En la habitación 206 de un asilo de ancianos de Alcalá de Henares se entrevistó Manu Leguineche con José Cañizo, de noventa y siete años, una trombosis le había dejado el brazo derecho inutilizado y el ojo izquierdo fuera de combate. Sin embargo fue capaz de describirle aquella espantosa experiencia africana con una memoria que mantenía intacta a la hora de recordar los dramáticos momentos vividos durante su mili en Melilla. Un relato sobrecogedor y minucioso, narrado desde el momento que le llamaron a filas –ejercía de albañil y vivía en compañía de sus padres en Rebollosa, un pueblo cercano a Torija– hasta que años más tarde regresó a su hogar, cuando todos ya lo daban por muerto en la certeza de aquella coplilla: «Hijo quinto y sorteado, / hijo muerto y no enterrado». Él, como otros muchos, fue entrevistado por Leguineche al final de sus días. Supieron aportarle los dolorosos recuerdos de aquella absurda aventura que los habría dejado traumados para siempre; escasos supervivientes del horror de una guerra sin sentido (ninguna guerra tiene sentido). Algunos de ellos fueron liberados de los rebeldes del Rif, a cambio de un rescate de cuatro millones, a lo que –frustrado– Alfonso XIII, hizo otro desafortunado comentario de los suyos: «Parece resultar muy cara la carne de gallina». A la monarquía del rey Borbón aún le quedarían diez largos años para hacer las maletas.

El milagro

Manuel Leguineche titula el capítulo XV de su libro, “El milagro”, en él transcribe parte del relato estremecedor de un teniente coronel tras la capitulación de Monte Arruit. Leguineche creyó que en aquel momento –1996– el texto se consideraba aun inédito e incluso ignoraba el nombre de su autor. Sin embargo el libro se había publicado en Melilla, en 1923, con el título «De Annual a Monte Arruit y dieciocho meses de cautiverio», su autor Eduardo Pérez Ortiz fue testigo de excepción del Desastre de Annual y sobrevivió a la matanza desatada tras la capitulación de Monte Arruit. Fue liberado de su cautiverio, año y medio después, entonces relató aquellos hechos, que se convirtieron en un documento imprescindible, testimonio directo, apasionante y honesto homenaje a los miles de héroes anónimos que allí perdieron la vida. En 2010 fue reeditado por Interfolio Libros, con un extensa introducción de Jesús M. Sánchez quien, como hiciera años antes Manuel Leguineche, quiso conocer en el Rif los lugares donde sucedieron los hechos: «Al borde de la carretera de camino a Annual –escribe– podemos detenernos a la sombra de los eucaliptos que rodean el monumento que en caracteres árabes conmemora la victoria rifeña sobre los españoles, en el que se exageran las cifras, y unas pintadas rodean el azulejo con el símbolo rifeño independentista amazigh.»

Cubiertas de la primera edición (1923) y de la reedición por Interfolio Libros (2010) del testimonio del teniente coronel Eduardo Pérez Ortiz.

La guerra del Rif

A punto está de cumplirse este año el centenario de la batalla de Annual. En 1921 se enfrentaron los rifeños encabezados por Abd el-Krim con el Ejército español en Marruecos al mando del general Manuel Fernández Silvestre. Una batalla en que todo un pueblo luchó por la proclamación de la efímera República del Rif. Aquella guerra en el Rif, alentada por la corona, supuso uno de los mayores descalabros del Ejército español: allí perdieron la vida unos 12.000 hombres en pocos días, y el impacto en la opinión pública, que reclamó depurar responsabilidades, provocó una grave crisis política que puso en jaque al Gobierno y a la misma monarquía. El 18 de abril de 1922 el general Juan Picasso presentaba un informe sobre las responsabilidades del desastre. Sin embargo no se logró llegar al fondo de la cuestión. El drama se olvidó sin conocer las responsabilidades políticas, pero sobre todo del rey.