Iluminaciones en la sombra
En el último capítulo de Cárceles y exilios (Ed. Anagrama) Nicolás Sánchez-Albornoz evoca aquel destierro que parecía infinito y recuerda después el regreso a su país y el nombramiento como director del Instituto Cervantes que: «…instaló su primera sede central en el antiguo Colegio del Rey, puesto a su disposición con toda generosidad por el Ayuntamiento de Alcalá de Henares.» Cuenta que en aquel edificio «bellamente restaurado» tuvo su oficina y que la mayoría de los días le resultaba complicado regresar a Madrid para comer en casa. «En ocasiones –escribe Albornoz– me tocó llevar a algún invitado al restaurante que ocupa un ala del Patio Trilingüe renacentista de la antigua –y nueva– universidad. Mi sorpresa estalló cuando me di cuenta que al otro lado de la calle se erguía el convento dominico convertido en prisión central. Por su puerta había entrado esposado y en ese encierro había permanecido cuatro meses.»
Alcalá de Henares, en la espera
«El régimen franquista no es concebible sin el espantajo de la cárcel. La de Alcalá de Henares no tardaría en desplegar ante nuestros ojos su semblante más hosco.» Son palabras de Sánchez-Albornoz recogidas en las páginas de su libro de memorias, donde relata –entre otras cosas– el paso por tres prisiones: Alcalá y posteriormente Carabanchel y Ocaña. En la ciudad de la garrapiñada, como la denominaba el siniestro coronel Eymar, permanecería durante la primavera y el verano del 47, a la espera del consejo de guerra que lo recluiría ‘definitivamente’, con ocho años de condena, en el destacamento penal de Monasterio, uno de los ubicados en el valle de Cuelgamuros. El capítulo dedicado a su estancia en Alcalá resulta estremecedor. Describe, por ejemplo, como al día siguiente de su llegada un griterío incontrolable denunciaba la gravedad de los hechos. Al alba tres condenados a muerte habían sido pasados por las armas. Al parecer los ejecutados llevaban semanas esperando el indulto. Tras la situación creada ante la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial ellos y sus compañeros habían concebido la esperanza de que la sentencia no se cumpliera. «Su ejecución –escribe Albornoz– venía a demostrar que, en 1947, los vencedores no habían saciado todavía su rencor y que seguían fusilando igual que en años anteriores.» Narra más adelante su traslado a la Galería 1 y que allí se reencontró con personas de trato estimulante, entre ellos Ricardo Muñoz Suay que le introdujo a la lectura de William Faulkner o John Dos Passos. Junto a Pablo del Amo le contagiaron además el ilimitado amor fou de ambos por el cine. Dentro de aquellos muros se firmó la reunificación de las diversas facciones de la FUE, mediante el llamado Pacto de Alcalá que trataba de limar ciertas discrepancias de partido. También allí se redactaron algunas publicaciones artesanales y clandestinas como la titulada Nuestras Universidades. En el otoño Nicolás Sánchez-Albornoz fue trasladado a la prisión de Carabanchel, a la espera del consejo de guerra.
Cuelgamuros
Tras el consejo de guerra contra la FUE, celebrado el 12 de diciembre de 1947, las peticiones de pena sorprendieron desfavorablemente a los inculpados porque todas ellas superaban, en mucho, la petición fiscal. Manuel Lamana, Ignacio Faure y Nicolás Sánchez-Albornoz fueron destinados a Cuelgamuros. El desarrollo, incidencias y miserias del proyecto tan absurdo y faraónico de la cripta del franquismo lo describen magistralmente Daniel Sueiro en El Valle de los Caídos (Ed. Argos Vergara) y Fernando Olmeda en El Valle de los Caídos. Memoria de España (Ed. Península), aportando datos precisos y sobrecogedores respecto a la mano de obra construida, en su mayoría, por presos republicanos, alquilados por empresas como Banús, Sanromán o Huarte que contribuían con salarios de miseria entregados al Estado y de los que solo le llegaban 50 céntimos por día al recluso, ridícula cantidad ingresada en una cuenta corriente solo disponible cuando fuesen puestos en libertad. Se desconocen las cifras exactas de los obreros que perecieron en la construcción de aquella pesadilla megalómana. Pero el relato de Manuel Lamana en Otros hombres (Ed. Losada) y el de Nicolás Sánchez Albornoz en las páginas de su testimonio, nos aportan datos aún más precisos y sobrecogedores como protagonistas de aquellos trabajos y de su pintoresca huida, abandonando la pesadilla de labrar un mausoleo sinsentido, erigido a mayor gloria del dictador en tiempos de miseria y venganza. Lecturas ejemplares, junto a la de Barbara Probst Solomon Los felices cuarenta (Ed. Seix Barral) sirven para tratar de entender las cicatrices del pasado. La película Los años bárbaros, dirigida por Fernando Colomo, trató de narrar en imágenes un episodio real en aquella larga y descorazonadora posguerra: la insólita fuga de dos jóvenes militantes de la FUE. Una especie de road movie a la que Colomo consigue añadir su toque de humor a través de personajes ridículos encarnados por los actores Juan Echanove y Josep Maria Pou.
De París a Buenos Aires
De París –primera etapa de su escapatoria al régimen de Franco– el joven Nicolás Sánchez Albornoz viajó hasta la Argentina en 1948, donde le esperaba su padre, el eminente historiador don Claudio Sánchez-Albornoz, exiliado en aquel país desde ocho años antes. Completados sus estudios de Historia en la universidad de Buenos Aires, pronto desarrolló una brillante carrera académica e investigadora. El escritor Ricardo Piglia lo evoca con admiración en Los diarios de Emilio Renzi (Ed. Anagrama) y describe como le influyó en su evolución política a través de un curso de Historia Moderna que recibió de él en aquella universidad. Con la llegada al poder del dictador Juan Carlos Onganía, se vio obligado a abandonar el país tras dieciocho años de destacada labor docente y trayectoria historiográfica sobre América Latina. Refugiado en Estados Unidos, ejerció como profesor en la New York University, llegándose a convertir en catedrático de aquella institución. En los inicios de los años noventa del pasado siglo regresó a España. Desde 1991 hasta 1996, ocupó el despacho principal de la calle Libreros como primer director del Instituto Cervantes.
Ruedo ibérico
En uno de los últimos capítulos de su libro de memorias, Nicolás Sanchez-Albornoz recuerda la influencia que tuvo para su carrera profesional el viaje de ampliación de estudios que realizó entre 1959 y 1961 a París y Londres. Allí se reencontró con antiguos compañeros de la FUE y asistió a un seminario de Pierre Vilar donde entró en contacto con Pepe Martínez al que no había vuelto a ver desde 1946. Junto a él y contando además con Elena Romo, Vicente Girbau y Ramón Viladás, decidieron unir los modestos recursos financieros de todos ellos y crear la mítica editorial Ruedo ibérico. Libros míticos fueron para muchos de nosotros los de Ruedo ibérico que adquiríamos en el número 6 de la parisina rue de Latran y que tras burlar los rigurosos controles aduaneros de la policía franquista, con su lectura nos creíamos copartícipes de una esperanzadora revolución que nunca llegó. Pero al menos creo que aprendimos mucho más de nuestra historia reciente con los textos de Jesús Ynfante, Southworth, Gerald Brenan o Ian Gibson cuando a través de La represión nacionalista de Granada en 1936 y la muerte de Federico García Lorca trató de aclararnos los odios enquistados en la tierra del chavico.
Desde la Hostería del Estudiante
En febrero del próximo año Nicolás Sánchez-Albornoz cumplirá un siglo. En aquel tiempo pasado me hubiese gustado haber asistido a un almuerzo junto a él en la Hostería y simplemente contemplar en sus ojos el reflejo de los muros de enfrente. Me pregunto qué sentiría hoy si alguien le invitase a pernoctar una noche en el flamante Parador en el que se ha tranformado y renovado la desoladora prisión de otro tiempo. Desearía acercarme hasta la calle Libreros y observar el Colegio del Rey, ahora practicamente vacío de contenido, donde ejerció como primer director del Instituto Cervantes. Junto a la puerta está sentada la efigie de Curro que ofreció generosamente el edificio a la institución recién nacida. Esta ciudad se siente orgullosa de haber instituido un Premio de las Artes y las Letras que muchos años concede, no con demasiado criterio sobre las supuestas valías de los galardonados. Nunca se acordaron de don Nicolás.