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Pepe Palenzuela, in memoriam / Por Antonio Campuzano

Pepe Palenzuela, in memoriam  /  Por Antonio Campuzano

Desde el 15 de abril de 2019 hasta pasadas unas semanas, el ánimo de Pepe Palenzuela se vio perturbado por el incendio que devastó la aguja y los tejados de la catedral de Notre Dame. Ya había abandonado la cinta métrica, la escuadra y el transportador de ángulos, pero su sensibilidad profesional de arquitecto se sentía aguijoneada por el siniestro contra tal logro de la humanidad. Ahora Pepe, en continuo trágico con tres de sus hermanos en menos de cuatro años, ha tenido que tirar de láser para ver hasta dónde llega la vida terrenal y dónde empieza el más allá, el plus ultra de los cuerpos y de las almas.

Su club de “alterne” argumental, en La Trainera, de la calle San Isidro, con José Mari San Luciano y Ángel Redondo, entre otros, ya siente la orfandad. Todos los viernes, en mismo lugar y misma hora, se repasaba la actualidad con la cómplice compañía de los blancos de Rueda. Cuando elecciones, quiniela, o sea lo cuantitativo. Sin ellas, tocaba lo cualitativo, la dialéctica y las profundidades. El extinto restaurante Goya quedaba para las decantaciones de conversaciones de más calado, con homenaje final a ese brebaje translúcido y sabor amargo del enebro que se llama gin tonic.

Pepe tenía en su aljibe de recuerdos un anecdotario amplio y abundante de la transformación de Alcalá, donde nació y creció en familia de docentes, y su recorrido por nombres de tiendas y bares, parajes y rincones, podía ser constante y luminoso, con paradas técnicas en nombres y apodos de personajes agarrados sentimentalmente a la ciudad. Pepe hablaba pausado, tirando a escueto, como sabedor de la sentencia de Ricardo Piglia, sobre el psicoanálisis, “gran invento de Freud, el que habla, paga”, pero sus disertaciones estaban embarazadas de precisión. Su vía crucis cálido por la ciudad era acompañado de explicaciones de los recursos empleados para esta o aquella reforma: aquí, refuerzo de muro de carga para salida de humos; allí, recuperación de viga roblonada; trasdosado para combatir ruidos; y así. Inevitable el recuerdo de su narración del día 20 de diciembre de 1973, vestido de oficial de complemento en el CIR de Alcalá, con la sola compañía de un teléfono negro que timbraba la historia de un “dodge dart” que había saltado al patio de los jesuitas de San Francisco de Borja con Carrero Blanco dentro. O las cigalas menguantes de la pescadería Nadador que llegaron grandes al cuartel en día festivo y transmutaron en morralla para el consumo de la tropa.

El barrio de la Estación carece ahora de los paseos de Pepe Palenzuela y de las bocanadas de humo deglutido por quien fue uno de los más conspicuos y devotos practicantes del tabaco, de la misma categoría adictiva, por ejemplo, que Antoñete, el diestro del mechón blanco, quien no fumaba mientras daba naturales porque lo prohibía el reglamento, “si no, de qué”. 72 años ha permanecido en el planeta nuestro amigo y el final le ha sorprendido tan bajo de defensas casi como tan bajo de ataques, en esa situación de neutralidad biológica que algunos definen como “lo mejor de la vida”, con casi nada por conseguir, pero tan a gusto. Corresponde ahora a los amigos seguir el consejo de Santiago Roncagliolo, en Y líbranos del mal (Seix Barral, 2021), “que la memoria es una bomba de tiempo que no se desactiva jamás”. A ello.

Menciones a su viuda, Manuela, e hijos, Chema y Pablo, que se agarran a la pena como pueden, es decir, con dignidad herida por el ictus y derivados.