Praga, medio siglo después / Por Vicente Alberto Serrano

Praga, medio siglo después / Por Vicente Alberto Serrano

Luces y sombras

Dedicado a Jacinto Gamo y José Miguel Ganga, compañeros de viaje de aquella aventura.

Muchas de las cicatrices de heridas que la historia le infirió a esta ciudad aun prevalecen en algunos de sus rincones. Por ejemplo en la esquina de la calle Resslova, al pie de la iglesia de San Cirilo y San Metodio, donde se refugiaron los paracaidistas checos que atentaron contra el oficial nazi Reinhard Heydrich, más conocido como “El verdugo de Praga”. Frente al asedio de las tropas alemanas, aquellos héroes optaron por suicidarse en la cripta, antes de ser capturados por los nazis que, tras infructuosos esfuerzos, llegaron a convocar a los bomberos para que inundaran el refugio. Las huellas de las balas en los muros se han conservado para evocar permanentemente uno de los episodios más dramáticos que soportó el país. Y fueron muchos. También en una de las arterias principales de la ciudad, en la avenida Legarova, sobre las paredes de un edificio semi en ruinas, todavía se mantiene el mural dedicado a la memoria de Jan Palach y Josef Toufar.

El primero se inmoló, con apenas veinte años, en la Plaza de san Wenceslao el 19 de enero de 1969, prendiéndose fuego en protesta por la invasión de los tanques del Pacto de Varsovia que agostaron la ilusionante primavera de Praga. El segundo fue detenido y torturado por el régimen comunista, hasta producirle la muerte, en febrero de 1950, tras negarse a firmar declaraciones falsas contra la iglesia. Se trataba de un sacerdote católico que secretamente fue enterrado en una fosa común. Algunos metros más adelante la avenida Legarova casi desemboca en la majestuosa y mítica plaza de san Wenceslao. En el verano del 68 las fotos de Josef Koudelka inmortalizaron ese lugar con la protesta de un pueblo que aspiraba a una libertad política y cultural, negada hasta entonces por Moscú cuyos tanques machacaron las aspiraciones por lograr una sociedad libre, moderna y, sobre todo, profundamente humana.

Mural en la avenida Legarova. (Foto Esperanza Santos)

Un difuminado 68

Tras un 68 tan esperanzador e ilusionante, creímos que los tiempos estaban cambiando, pero las aguas del conservadurismo regresaron al cauce del orden establecido que ahogó todo sueño de esperanza por lograr darle un giro renovador a la historia. Los adoquines de los bulevares de París volvieron a su sitio y el general De Gaulle revalidó la confianza de su pueblo. En México se consiguieron celebrar las olimpiadas tras limpiar de sangre rebelde la Plaza Tlatelolco. También recuerdo que fue en aquel verano alcalaíno, al regresar un mediodía de entrenarme en la piscina del Gurugú para los campeonatos de Ferias, cuando las imágenes del Telediario me provocaron cierta rebeldía adormilada, mostrando a los jóvenes checos –seguramente de nuestra misma edad– encaramados a los tanques, tratando de convencer a los reclutas soviéticos para que dejaran de amedrentar y reprimir, con la fuerza de sus armas, las voces de una ansiada libertad.

La aventura de un viaje

Tal vez por eso, pocos años más tarde tres amigos nos empeñamos en conocer a fondo la Europa que, con sus luces y sus sombras, nos habían estado negando. A bordo de un “seiscientos”, en el verano del 71 recorrimos ocho mil kilómetros, visitamos ocho países y nos propusimos como meta la ciudad de Praga, capital de un país prohibido hasta entonces. Así definía aquella ciudad el escritor mexicano Carlos Fuentes: «No hay ciudad más hermosa en Europa. Entre el alto gótico y el siglo barroco, su opulencia y su tristeza se consumaron en las bodas de la piedra y el río. Como el personaje de Proust, Praga se ganó el rostro que se merece. Es difícil volver a Praga; es imposible olvidarla.
Es cierto: la habitan demasiados fantasmas.»

El Puente Carlos sembrado de andamios en 1971 (Foto Jacinto Gamo) y en 2023, atiborrado de turistas (Foto Esperanza Santos).

El regreso a Praga

Por supuesto que ha resultado muy difícil regresar a Praga. Sin embargo, después de cincuenta y dos años –como afirmaba Carlos Fuentes– ha sido imposible olvidarla. Por aquel entonces descubrimos una ciudad con las ojeras de la tristeza que produce un sueño roto. Cándidos de nosotros que, inexpertos, jóvenes y mal informados, achacábamos entonces toda aquella desazón al costreñido y autoritario régimen comunista. Era la primera vez que visitábamos un país del telón de acero. Efectivamente, prevalecía el régimen comunista, pero endurecido aún más, porque ante el intento frustrado de toda una sociedad empeñada en abrir los márgenes de la creatividad, le habían cerrado férreamente las compuertas de un futuro mejor. En los últimos tiempos los acontecimientos se han ido precipitando vertiginosamente. Hoy este país, permanentemente sometido por unos y por otros durante décadas, conserva en algunos de sus muros las cicatrices de la historia. Cineastas, escritores y personajes anónimos, cuando aquella sociedad de nuevo fue reprimida en el 68, lograron exiliarse. Milan Kundera fue un fugado más que se vio obligado a tomar Francia como país de adopción. Cuando regresó a la nueva Praga la definió con rotundidad y lucidez: «La necedad comercial ha reemplazado la necedad ideológica.» Medio siglo después sus calles tratan de conservar la serena belleza de sus edificios, con una arquitectura sobria y majestuosa, aunque muchas veces rasgada por la estridencia que le infieren las tiendas de marca globalizadas establecidas en ellos. Adheridas a ese controvertido y desaforado turismo de masas que han tornado la profunda esencia de la ciudad en un parque temático. El Puente Carlos, aparece ahora desbordado de gentes, móviles en mano, retratándose compulsivamente junto a esculturas barrocas que parecen no entender de qué va este nuevo fenómeno. Hasta Franz Kafka, meticulosamente silenciado en tiempos oscuros, se ha convertido hoy en un fetiche en forma de imán para el frigorífico. Cuando temerosos observamos a los macarras derrapando por sus avenidas con coches de alta gama, reflexionamos sobre la restauración de una sociedad capitalista con toda la crueldad y la estupidez que comporta, con la vulgaridad de los estafadores y los nuevos ricos.

Teresa Pamiès y su padre

En 1970 el Premio Josep Pla de lengua catalana, en su tercera edición, se concedía al relato Testament a Praga de Tomás y Teresa Pamiès. Dos años después la editorial Destino publicaba también la edición en castellano, traducida por la propia Teresa. El libro se articula a dos voces. Se trata del testimonio póstumo de Tomás, un republicano que, antes de morir, entrega el manuscrito de sus memorias a su hija para que las revise, pero con el ruego de que no las manipule. Todo lo contrario; ella, después de asistir al entierro de su padre en Praga reconstruye una especie de diálogo imposible, intercalando al relato los acontecimientos acaecidos tras la muerte de aquel en 1966; por supuesto tratando de explicarse y explicarle la represión ejercida por sus “amigos” los soviéticos en 1968.

Cubiertas de dos libros dedicados a Praga (Ed. Destino)

En tiempos pasados fueron dos exiliados acogidos generosamente en tierra checa. Él ejerciendo de jardinero en las colinas del castillo Hradcany; ella como locutora de Radio Praga en sus emisiones en catalán y castellano. Por supuesto que a través de éstas páginas tan entrañables siempre reaparece la silueta de aquella ciudad tan querida por ambos. Casi dos décadas después la misma editorial Destino le encargó a Teresa Pamiès una particular guía de Praga para su colección “Las ciudades”. Un manual que todavía resulta imprescindible para todos los que intentamos conocer y desvelar cada rincón de una ciudad que, a pesar de los tumultuosos avatares de su historia, no ha perdido todavía el poder de seducción.