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Sánchez Ferlosio desde la otra orilla de El Jarama / por Vicente Alberto Serrano

Desde La Oveja Negra

En abril de 2005, pocos días antes de que Rafael Sánchez Ferlosio recibiera en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá el Premio Cervantes en su trigésima edición, el Festival de la Palabra convocó una mesa redonda donde se dieron cita dos filósofos amigos del autor: Tomás Pollán y José Luis Pardo. El primero, profesor de Antropología y Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid, nos comentó haber impartido numerosos cursos en la UNAM de México D.F. y que fue allí, donde hacía ya bastantes años, se produjo su encuentro con Juan Rulfo. Al parecer el escritor de Guadalajara (Jalisco), autor de dos únicas obras: Pedro Páramo y El llano en llamas —únicas en todos los sentidos— se interesó vivamente por Ferlosio. Seguramente, ante el gesto de sorpresa que debió mostrar Pollán, Rulfo le aclaró: «Tenga usted en cuenta que él es el verdadero artífice del realismo mágico».

Desde que se murió el tío Celerino

Durante mucho tiempo los periodistas se obsesionaron en castigar a Juan Rulfo, con la misma pregunta: ¿Porque lleva usted tantos años sin escribir nada?, ante la que él se defendía siempre con la misma respuesta: «Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias». Tras El Jarama, Rafael Sánchez Ferlosio también decidió asesinar a su tío Celerino y durante casi tres décadas, dos obras únicas merecieron la atención de un escritor que, como Rulfo, parecía haberse sumergido en el mutismo. Posiblemente de ahí la complicidad y la admiración del escritor mexicano hacia el autor de Alfanhuí. Toda la magia narrativa está contenida en las Industrias y andanzas de ese pícaro alcalaíno; un lenguaje nuevo y radiante de color que desbordó los limitados y grises cauces del realismo social que imperaba por esos años. Por lo visto Alfanhuí consiguió traspasar a la otra orilla, asombrando —por las declaraciones de Juan Rulfo— a aquellos escritores hispanoamericanos que por entonces ya se enredaban entre un lenguaje de imaginación exuberante.

Un prólogo de Juan Benet

Hubo una colección popular en la década de los sesenta que pretendió –por tan solo veinticinco pesetas– poner la lectura al alcance de todos los españoles, algo así como el No-Do. En una de sus entregas semanales apareció Alfanhuí, prologada por Juan Benet. Autor poco dado a los halagos que, sin embargo, no dudó en calificarla como una pequeña joya en el arte de novelar, aunque inmediatamente después se lamentaba cómo la perfección y el éxito del experimento realista de El Jarama, había ahogado entre sus aguas todo aquello con lo que nos podría haber seguido sorprendiendo «el maravilloso autor de Alfanhuí». Nosotros también, durante tiempo, estuvimos creídos que Ferlosio habia perdido irremisiblemente a su tío Celerino. Que su figura se había disuelto, y con ella uno de los pocos referentes literarios de aquella época tan parda, de la que Aldecoa se nos había ido tan temprano.

Cubiertas de las primeras ediciones de “Alfanhuí” y “El Jarama”

Cubiertas de las primeras ediciones de “Alfanhuí” y “El Jarama”

En el Café Comercial

Una tarde desde la calle  –a través de la cristalera– adiviné su adusta figura, sentado en el interior del Café Comercial. Estaba solo, pero mi enfermiza timidez me impidió entrar, plantarme ante él y cantarle algunas estrofas de un tema de su hermano Chicho: «Si las cosas no fueran / tan enojosas / si quedara más tiempo / para otras cosas / que no fueran andarse / desesperando / y abominar del mundo / de cuando en cuando / a tu vera hermana mía / cuántos ratos pasaría». Inmediatamente desterré tan peregrina idea porque estaba seguro que no le hubiese logrado robar ni una mínima sonrisa. Sin embargo aquella tarde pude descubrir que tan inmenso personaje no se había disuelto aún. Después me costó poco tiempo adivinar que el silencio en él, a diferencia de Rulfo, afortunadamente, era falso. Por supuesto que sin el consentimiento del autor regresé a su novela despreciada: El Jarama  y creí encontrar en la cita de Leonardo de Vinci que encabeza el libro, toda la clave de su juego narrativo: «El agua que tocamos en los ríos es la postrera de las que se fueron y la primera de las que vendrán». El Henares de Alfanhuí desemboca de modo inevitable en el Jarama y las aguas de éste a su vez se confunden con el Barcial, el río literario de El testimonio de Yarzof y de todas las aguas con las que, a partir de ese momento, Ferlosio nos siguió inundando de magia narrativa.

Un mítico silencio

Durante casi diez lustros muchas revistas literarias recalaban, de vez en cuando, como tema recurrente en el mítico silencio de Rafael Sánchez Ferlosio. Les gustaba perfilar al autor como devorador impenitente de periódicos, escondido en su guarida, amontonando escritos

Ignacio Aldecoa y Rafael Sánchez Ferlosio en un lugar de La Mancha (1954)

Ignacio Aldecoa y Rafael Sánchez Ferlosio en un lugar de La Mancha (1954)

sin denominación de género y sin deseo alguno de verlos publicados. Sin embargo nos consta que de forma esporádica fue publicando en la década de los sesenta y los setenta relatos y ensayos. Así por ejemplo, en 1963 aparecía en Cuadernos Hispanoamericanos un delicioso relato, titulado El huésped de las nieves que recuperaría veinte años después la editorial Alfaguara en una atractiva colección juvenil. En la misma colección aparecería poco más tarde otra descarnada narración: El escudo de Jotán. En 1972 se atrevió a encabezar la edición española de Pinocho (Alianza Ed.) con un controvertido prólogo contra Carlo Collodi, su autor: «El Pinocho es un ejemplo de cómo un lenguaje y una intención pueden echar a perder la más afortunada de las invenciones. ¡Que hermoso libro si el autor se hubiese atrevido a escribirlo no para niños, sino exclusivamente para sí, lo que equivale a decir para quienquiera!». Un año más tarde la misma Alianza Editorial  publica Los niños selváticos, de Lucien Malson con comentarios de Ferlosio. La edición fue retirada ante las quejas de Malson por la contundencia de dichos “Comentarios” que ocupaban más de doscientas páginas. En 1974 publica en la editorial Nostromo dos volúmenes recogiendo una diversa colección de ensayos bajo un título que es en sí mismo todo un homenaje a Cervantes y su obra nunca publicada: Las semanas del jardín. Más tarde, en 1978, el número 1 de la legendaria revista Poesía publica una serie de textos suyos inclasificables. Pero será en 1986 –cuando coinciden en las librerías cuatro nuevos títulos– el momento en que se habla de la “recuperación” del escritor, el autor catacumbal que aflora a la superficie desplegando en sus páginas una conciencia moral y un rigor de pensamiento al que parece no estar acostumbrados los lectores. Desde entonces, cada dos años aproximadamente, fue lanzando un nuevo aguijón en forma de libro, sus páginas refrescaban las mentes y enriquecían el lenguaje. Todo esto conseguía adobarlo de vez en cuando con triunfales salidas a la arena de la prensa diaria convirtiendo su silencio en uno de los más ruidosos y saludables que conocemos.

Desde la otra orilla

Desde el otro lado de aquel río con el que creimos descubrir las claves del realismo social en un tiempo de silencio. Allí, como le ocurría a su autor, nos cuestionamos la validez de su novela emblemática, porque en esa otra orilla nos hemos encontrado todo aquello que no le contó su tío Celerino. Para quedarnos siempre entre la inquietud de un título con el que coronó una de sus obras más lúcidas y más amargas: Vendrán más años malos y nos harán más ciegos (Ed. Destino).