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Tintín y el arte / Por Vicente Alberto Serrano

Desde la Biblioteca de Babel

Enredados entre el regusto morboso de que cualquier tiempo pasado fue peor, hace pocas semanas, un antiguo compañero del Instituto Complutense y yo, evocábamos momentos de esos, tan lejanos en el tiempo, que a veces la puñetera bruma del recuerdo termina mitificando. Esta vez no tuvimos que mitificar nada porque –a nuestro pesar– todo resultaba bastante positivo en lo que supuso para nuestras vidas el descubrimiento de la Biblioteca Municipal. Allá por los años sesenta, los jóvenes recibimos un regalo muy especial. Nos colocaron una flamante biblioteca en la calle Cerrajeros, junto al viejo mercado eternamente en obras. Su horario se extendía al salir de clase, de seis y media de la tarde a nueve de la noche. Tenía potente calefacción, buena luz, mesas impecables con tableros de formica, amplios ventanales y un casi infinito frente de estanterías que contenía todo un sendero de sugerencias. Antonio era un alumno aplicado que durante el curso venía todos los días desde su Meco natal. Por las tardes, a la espera del autobús que le regresara al pueblo, adquirió la costumbre de refugiarse en aquel cálido y luminoso lugar repleto de libros. Sorprendido la primera vez, venciendo su característica timidez, se atrevió a preguntarle al bondadoso y paciente bibliotecario –que nos controlaba desde una especie de pecera que le separaba de la sala de lectura– si se podía consultar cualquiera de los volúmenes contenidos en los estantes.

Tintin en la biblioteca

Tintín compartiendo biblioteca con V.A.S. (Collage del autor).

Tú, química. Yo, Tintín

Puedo asegurar que en ese lugar se gestó nuestra educación sentimental. Rascando títulos por sus estanterías, toda una generación descubrimos el placer de la lectura. Me contaba Antonio que allí descubrió un Manual de química que le llegaría a apasionar de tal modo que, sin duda, sería el inicio y el culpable de su brillante futuro profesional. Mientras que otros, sin embargo, manoseábamos compulsivamente los álbumes de Tintín hasta descuajeringarlos. Incluso había codazos y carreras por hacernos los primeros con Las joyas de la Castafiore o La oreja rota. Cuando se producían esos momentos de tumulto, el bondadoso bibliotecario, torciendo el gesto, daba con los nudillos en la cristalera para tratar de mantener el orden y recuperar el silencio. Pero ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma. Tenía razón el poeta con aquello de que «Nunca volveremos a ser jóvenes…» pero también nosotros tenemos derecho a contradecirle en sus versos, porque entendemos que «…envejecer, morir…», no es el único argumento de la obra. Hemos vivido todos estos años robándole a los libros contundentes y atractivos argumentos mientras envejecíamos. Antonio es hoy un brillante Catedrático de Química Orgánica. Yo, que me licencié en Historia del Arte; desearía seguir imaginando que Tintín, Haddock, Milú, Tornasol y hasta Dupond y Dupont (tan cercanos a los enigmáticos personajes de Magritte) tuvieron entonces algo de culpa en mi posterior entusiasmo por las imágenes.

 

Tintín y la Revolución de Octubre

En la desgarrada Europa de entreguerras, concretamente en 1929, un periódico de corte católico en la beatífica aunque algo cínica Bélgica (no olvidemos la sanguinaria gestión del rey Leopoldo II en el Congo) comienza a publicar, en las páginas de su suplemento infantil, tiras gráficas con las aventuras de un extraño y agresivo personaje que había viajado al país de los soviets; se llamaba Tintín. Apenas tenía catorce años, afirmaba ser periodista y, en poco tiempo, se convertiría en el reportero más famoso del mundo, aunque en toda su larga –o corta vida, según se mire– nunca llegó a publicar crónica alguna. Aquel muchacho pelirrojo de indomable tupé y pantalones bombachos tendría ahora 105 años, superando en cinco el inicio de la Revolución Rusa. Hace algo más de una década, la Asamblea Nacional de Francia promovió un insólito debate entre sus diputados. A lo largo de varias jornadas en tan severo estamento se discutió sobre la ideología de Tintín. La derecha quiso recogerlo bajo la alargada sombra del general De Gaulle, mientras que la izquierda, haciendo la pirueta de perdonarle todos sus pecados de juventud, lo reivindicó por sus valores justicieros. Precisamente aquellos pecados de juventud fueron los mismos que esa izquierda no quiso perdonarle a André Gide. Tintín, al igual que Gide, y que nuestros Fernando de los Ríos, Chaves Nogales, Diego Hidalgo, Pedro de Repide y Álvarez del Vayo, también realizó un iniciático viaje al país de los soviets. La diferencia fundamental estriba en que los escritos de aquellos intentan dar una visión real de la situación en un país que pretendía revolucionar su modelo de estado, mientras que en el caso de ese Tintín incipiente que nace en las tiras de un periódico conservador, se encierra un ultraderechista que fustiga visceralmente los posibles logros de la revolución soviética. Lamentablemente fue premonitorio, porque el tiempo le daría la razón, cuando el posterior genocidio de Stalin se conociese con las aterradoras cifras de sus veinte millones de víctimas.

Herge y el arte

Cubierta del libro de Pierre Sterckx y retrato de Hergé por Andy Warhol.

Hergé y el arte

Entre la colección de peculiares retratos que Andy Warhol realizó a personajes famosos, existe una serie dedicada a George Remi que hoy es propiedad de los Studios Hergé. No es de extrañar por tanto que la editorial Zephyrum publicara el pasado año un contundente y magnífico ejemplar de gran formato con el título Hergé y el arte. El arte infinito del creador de Tintín, escrito por el historiador y exdirector de la Escuela de diseño gráfico de Bélgica, Pierre Sterckx. A lo largo de sus doscientas cincuenta páginas, el autor perfila la compleja biografía de su amigo George Remi, más conocido como Hergé. Traza también un minucioso análisis de las 24 aventuras que compusieron los álbumes editados, incluyendo el inacabado El Arte-Alfa. Y sobre todo elabora un detallado estudio que titula: ‘El arte del dibujo, la línea clara’. Hergé fue el autor de aquel trazo colorista, luminoso y limpio con el que ilustró unas aventuras que consiguieron dejarnos obnubilados para siempre, desde los codazos convulsivos en las tardes lejanas de la Biblioteca Municipal. Entonces comenzábamos a descubrir los argumentos de esa vida que parecía – a nuestro pesar– que iba en serio. Rebeldes con causa, crecimos alimentándonos con una línea clara y luminosa, frente a tanta grisura ideológicamente desdibujada. Tal vez por eso aún hoy seguimos empeñados por mantener en nuestro imaginario al joven Tintín, como un fetiche que nos resistimos a que envejezca con nosotros.

La otra vertiente

El último capítulo del libro de Sterckx resulta esencial, porque en él nos muestra los gustos de Hergé por ciertos pintores de ayer y de hoy. Nos comenta que la reproducción de un dibujo de Hans Holbein decoró siempre una de las paredes del estudio donde trabajaba. Señala su admiración por Durero. La pureza de líneas en consonancia con el color. Apunta como se interesaba por el nervio y la rabia contenida en los dibujos preparatorios de Ingres. Más adelante quedamos sorprendidos cuando Pierre Sterckx nos cuenta que en una pared de su despacho, Hergé también tenía colgaba una reproducción del Interior holandés de Joan Miró. A través de estas páginas descubrimos que el que llegó a ser maestro de la línea clara en el cómic, en su juventud se inició como pintor y acabó como un sensible coleccionista de arte contemporáneo. Un admirador de la abstración de la que decía que se trataba de la «otra vertiente» frente a su obra narrativa-descriptiva. Poliakoff, Fontana, Dewasne, Stella, Herbin, Van Lint, Dubuffet, Nolan o De Jaeger, fueron algunas de las firmas que llegó a coleccionar, junto a Wesselmann, Lichtenstein y Pat Andrea.