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Todos son iguales / Por Juan Manuel Muñoz

Todos son iguales  /  Por Juan Manuel Muñoz

 ‘Fuera de plano’

Si hay un ejemplo perfecto y trágico de ilustrado español, ese es sin duda Antonio Raimundo Ibáñez Gastón de Isaba y Llano Valdés, conocido en el mundo como marqués de Sargadelos. No era un aristócrata –de hecho, el título le fue concedido después de muerto–, sino un pequeño hidalgo, hijo de escribiente, criado en lo más profundo de los Oscos, una comarca asturiana que hasta hace bien poco era sinónimo de atraso, miseria, aislamiento y matrimonios entre parientes demasiado cercanos. Pese a ello, don Antonio Raimundo creó una compañía naviera, una fundición y la famosa fábrica de cerámica, cuyos productos, por cierto, no tenían nada que ver con los que ahora se venden con el mismo marchamo.

Todo eso lo hizo pese a la inquina de los poderosos y de la clericalla local, en especial del obispado de Mondoñedo, a quienes debía parecerles horrible que alguien creara riqueza y ofreciera trabajo en una de las regiones más pobres del país. Y un afrancesado, nada menos. Tan rabiosa fue esa inquina que el pobre hombre terminó linchado y despedazado –no exagero: lo hicieron literalmente pedazos– por una turba de españoles fetén en las cercanías de Ribadeo. Después le otorgaron el marquesado, que lo cortés no quita lo salvaje, pero para entonces ya no quedaba de él ni el pelucón.

El nuestro es un país históricamente desdichado. Mientras en otros lugares dedicaron el siglo XIX a cosas tan ordinarias como la industrialización, aquí nos ocupamos en morir por Dios, la Patria y el Rey en ese largo horror que fue la carlistada, una sucesión de guerras medievales y estúpidas que a nada condujeron. Entre medias también nos dedicamos a expulsar y readmitir Borbones, como los padres que hoy en día se desesperan limpiando las cabezas de sus hijos de piojos para descubrir al poco tiempo que esos entrañables bichos han vuelto. El siglo XX pareció ofrecer un atisbo de modernidad y progreso con la segunda de las Repúblicas, pero ya sabemos cómo terminó aquello: en un pasmo ceniciento de cuatro décadas que convirtió este país en una mezcla de convento y cuartel, además de poblar las cunetas y otros lugares sagrados.

Egoístas e irresponsables

Esa desdicha histórica ha terminado por producir una ciudadanía desafecta de la cosa pública, egoísta y, por decir lo menos, irresponsable. Basta dar una vuelta por esa enorme taberna virtual que son las redes sociales para toparse con individuos –por lo común de sintaxis bochornosa y ortografía lamentable– que repiten como una letanía la frase Todos los políticos son iguales. A veces cometo el error de alzar un dedo y preguntar qué deberíamos hacer en su opinión con esos políticos tan iguales. Las respuestas oscilan entre ¡Hay que echarlos a todos! y ¡Yo los fusilaba contra un muro!, esta última generalmente proferida por individuos de pulseritas coloridas y napias sospechosamente empolvadas de blanco. Y entonces, una vez expulsados, fusilados o, ¿por qué no?, despedazados como el pobre marqués póstumo, ¿cuál sería el recambio? ¿Un grupo de técnicos sin ideología ni intereses espurios, esos seres mitológicos que, al igual que los unicornios, nadie ha visto jamás porque no existen? ¿Un general? ¿Otro? ¿Ferrolano a ser posible?

Lo gracioso es que quienes repiten que todos los políticos son iguales aciertan, pero no saben que aciertan. Son iguales, pero no entre sí. Son iguales, pero a nosotros. Son como nosotros. Son nosotros. Si los colocáramos frente a aquel espejo deformante que describió el gran don Ramón de las barbas de chivo (un carlista por estética, dicho sea de paso), sería nuestro rostro el que veríamos, el de todos nosotros, el de cualquiera.

Hay en estos días cierto revuelo porque algunos de esos políticos han aprovechado que todo es confusión para saltarse la fila y vacunarse antes de lo que les correspondía. Y feo es, no voy a negarlo. Feo, pero no sorprendente. En un país donde se admira más que a nadie al pillo, al listo, al espabilado, ¿cuántos de quienes ahora se indignan por la fila burlada no hubieran hecho lo mismo de haber tenido ocasión? Aquí el que no corre vuela, dice uno de los refranes más mezquinos e innobles de nuestra lengua. Y así nos va, que parece que ni volamos ni corremos ni damos un paso, por pequeño que sea, en dirección a la decencia y a la responsabilidad. Menos mal que ya no se despedaza, salvo en sentido figurado, al que sobresale un poco.

 

Juan Manuel Muñoz Aguirre es licenciado en Sociología y Ciencias Políticas y bibliotecario del Ayuntamiento de Alcalá de Henares. Como escritor, ha destacado especialmente en poesía, si bien su obra se extiende también al cuento y la novela. Ha recibido destacados premios literarios nacionales.