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Camilo José Cela y su correspondencia con el exilio / Por Vicente Alberto Serrano

Camilo José Cela y su correspondencia con el exilio / Por Vicente Alberto Serrano

Desde La Oveja Negra

En la iletrada España que naufragaba por la dictadura franquista, el controvertido Camilo José Cela se obsesionó por convertir su figura en un mito estrafalario, a la vez que se enfrentaba a las lógicas dificultades de llegar a ser un escritor popular en un país sin lectores. En un documento fechado el 4 de abril de 1938 (II Año Triunfal), se ofrecía a los golpistas como delator para denunciar a sus conocidos en los círculos intelectuales de Madrid y: «…prestar así un servicio a la patria (sic)…». Tras la victoria del ejército rebelde, consiguió durante algún tiempo una plaza de censor. Es muy posible que su experiencia y conocimiento en el ejercicio de esa cuestionable labor inquisitorial, le aportaran los recursos y triquiñuelas necesarias para lograr que toda la crudeza, tremendismo y violencia contenida en La familia de Pascual Duarte (Ed. Destino) pudiera publicarse íntegra en aquellos años de plomo (1942). Después se descubriría que la novela había sido apoyada por la Falange, e incluso que le ayudaron a la difusión de este cruel drama rural. Una trama que al final restablece el orden social conculcado por el nuevo régimen. Pascual es ejecutado con garrote vil.

Papeles de Son Armadans

Hasta 1963 hubo que esperar para que la censura imperante autorizase la publicación de tres de las revistas más emblemáticas del pensamiento español. La recuperación de Revista de Occidente, que había sido dirigida por José Ortega y Gasset desde 1923 hasta 1936. Cuadernos para el Diálogo fundada por el democristiano Joaquín Ruiz Giménez y Atlántida, órgano ideológico del pensamiento opusdeísta. Sin embargo, desde mucho antes –1956– Camilo José Cela ya editaba  en Palma de Mallorca, sin traba administrativa alguna, su magnífica revista Papeles de Son Armadans. Instrumento indispensable para los fines últimos de su creador. Por aquel tiempo había alcanzado esa ansiada popularidad como personaje extravagante y provocador inofensivo, cuyos trazos gruesos siempre fueron consentidos por el régimen, en detrimento del escritor al que por supuesto no le faltaba oficio. Con su revista aspiraba a mostrar un supuesto talante liberal, necesario y matemáticamente calculado, con el que promocionarse más allá de la España oficial. Estrategia con la que ganar la confianza del pensamiento transterrado. La credencial consistía en una publicación impecable, tanto en continente como en contenido, aunque irreal para una España amordazada que se debatía en la mayor de las miserias creativas e ideológicas. Papeles de Son Armadans fue siempre una revista rigurosa y exquisita, no olvidemos que durante mucho tiempo tuvo a Caballero Bonald como secretario de redacción. Pero fue también una revista minoritaria y elitista para la España interior. Sin embargo causó un inmediato espejismo en el exterior, donde se encontraban atrapados la inmensa mayoría de aquellos escritores que habían sufrido un cruel destierro y que por supuesto –desde tierras lejanas– deseaban recuperar a sus lectores originarios.

Correspondencia con el exilio

Hace algo más de diez años la editorial Destino publicó Correspondencia con el exilio que recoge, a lo largo de casi un millar de páginas, las cartas cruzadas entre Camilo José Cela, en calidad de director de la revista Papeles de Son Armadans, y los más destacados representantes de la diáspora literaria española tras la Guerra Civil. Eduardo Chamorro en un clarificador prólogo, sitúa el extenso epistolario en tiempo y situación. El volumen se inicia con una primera carta que María Zambrano le dirige en 1935 a un joven Cela en la que le pregunta: «¿Qué ha sido de su vida? ¿Qué lee? ¿Qué escribe? ¿Qué piensa?…» Medio centenar de misivas más completan el capítulo dedicado a la Zambrano que se cierra con un telegrama de Cela, fechado en 1988, en el que la felicita por la justa concesión del Premio Cervantes. El resto de bloques de esta peculiar correspondencia lo ocupan: Rafael Alberti, Américo Castro, Fernando Arrabal, Jorge Guillén, Max Aub, Emilio Prados, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre, León Felipe, Corpus Barga y Francisco Ayala. Resultan todo un compendio para llegar a entender la frustración constante de la literatura del destierro. Trece autores en busca de lector. Cela contesta a todos ellos, y de algún modo se convierte en aquel lector que perdieron. Hasta consigue ilusionarlos en la creencia de que lograrían alcanzar el público que perdieron tras la derrota de la guerra y de la patria. Cartas intensas y patéticas, como las numerosas que le dirigió Emilio Prados, con sus dudas y depresiones, descritas con toda la sinceridad de alguien que cree haber descubierto a un gran amigo al otro lado del océano. En una de ellas hasta le confiesa que su precaria situación económica le impiden seguir subscrito a la revista, en la que colabora de vez en cuando. Cela no le respondió, desconocemos si Prados siguió recibiendo la revista.

Cela versus Sender

El libro se cierra con el apartado dedicado a Ramón J. Sender, y con una carta final de Cela dirigida al Director de ABC, el 28 de agosto de 1977, en la que pretende aclarar que las declaraciones de Sender, publicadas ese mismo día en el dominical de su diario, son: «…una falaz mentira de los pies a la cabeza». Consultando la hemeroteca digital del periódico, descubrimos el significativo y sintomático suceso. El escritor aragonés cenaba una noche en la mallorquina casa del matrimonio Cela. De pronto don Camilo José, en un alarde por agradar aún más a su invitado y queriendo mostrar su falsa rebeldía política, llegó a afirmar que confiaba en que los tanques rusos invadieran un día los Estados Unidos. «Y yo eso no lo resistí –comenta Sender– le dije que bajo un sistema comunista él no sería nada, que se callara. No permito que un loco y un cínico diga esas estupideces. Por eso me levanté, estiré del mantel, cayendo todo al suelo, y me fui». También el epistolario con Luis Cernuda acaba de forma abrupta cuando el 21 de abril de 1961, el poeta le escribe a Cela desde México para comunicarle que tramite la orden de que no le envíen nunca más la revista, tras el incidente de haberse publicado en sus páginas una carta sin su consentimiento e incluso sin su firma. Cela parece ejercer siempre sobre todos ellos un tono paternalista, a la vez que una postura bastante ambigua. A Jorge Guillén le sugiere que al escribir sobre Lorca cambie el término asesinato por el de muerte. Les habla constantemente de supuestos problemas con la censura para que sean los propios autores los que autocensuren sus textos. Unas cartas repetitivas y estereotipadas, que enviaba acompañadas muchas veces con el regalo de sus últimos libros publicados, buscando el halago de una opinión autorizada, cuyos destinatarios se encontraban a veces en el compromiso de tener que emitir tibios juicios –por ejemplo– sobre novelas tan equívocas como San Camilo 1936.

En busca del lector perdido

El mayor atractivo del género epistolar tal vez sea, el grado de sinceridad y mentira que a la vez pueden llegar a contener. La lectura de todas y cada una de las cartas que se recogen en este libro, producen al lector una infinita tristeza, porque pronto descubre la fragilidad del profundo desarraigo de aquellos a los que les fue arrebatado, no solo su territorio, sino también sus lectores. De pronto un escritor algo prepotente y libre de toda sospecha, les ofrece desde las posiciones enemigas, lo que parece una sincera amistad y sobre todo, y lo más importante, la generosa acogida en las páginas de una revista que creen independiente y no sometida a los dictados de los que ganaron una guerra sacrosanta e impusieron el terror y el silencio. Tras las primeras reticencias, casi todos ellos enviaron entusiasmados artículos y poemas a la cuidada revista de Cela y allá, en el exilio, cuando recibían las separatas de sus escritos, quedaban enredados en el ensueño de creer que estaban provocando opinión e inquietud en el país –ahora iletrado– que un día se vieron obligados a abandonar.

Vicente Alberto Serrano