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Cuatro días después de la Gran Nevada / Por Juan Manuel Muñoz

Cuatro días después de la Gran Nevada  /  Por Juan Manuel Muñoz

Hoy he vuelto a salir. No es que me apeteciera, pero necesitaba tabaco, así que botas, guantes y todo el aparataje y a patinar por Invernalia. Cuatro días después de la Gran Nevada, mi barrio es una pista de hielo con treinta o cuarenta centímetros de espesor. La Comunidad de Madrid, fiel a su lema de «Cuanto peor, mejor», está desaparecida y buscando culpables por la zona de Galapagar según se llega a Caracas. El Alcalde Almeida, que es un enreda, hace muchas declaraciones, burbujea, menea el culo por todas partes y da impresión de hiperactividad, pero en realidad no hace nada. Los pocos caminos de hilera que hay abiertos los han abierto los vecinos con palas. Es lo que hay. Amigos, romanos, conciudadanos, estamos solos y cuanto antes lo aceptemos, mejor.

Una vez surtido de tabaco, que era lo importante, he hecho lo que nunca hago por falta de tiempo. Y es que en lugar de ir a cualquiera de los supermercados de la zona he entrado en el mercado municipal de San Pascual. Y ha sido como regresar a la infancia.

Te acercas a una frutería y la frutera, una señora madura larga como ella sola, enseguida te capta con una mirada densa mientras murmura: «¿Qué te pongo hoy, tiarrón?». Y en ese momento ya sabes que vas a llevarte media producción de la huerta murciana, unas mandarinas que no necesitas, medio kilito de castañas y más calabacines de los que tu natural modestia recomendaría; y no te llevas una piña porque has bajado sin carro, tendrías que ponértela en la cabeza, como Carmen Miranda, y ya no está uno para carnavaladas. La carnicería, tres cuartos de lo mismo, aunque esta vez el ilusionista es un chavalín simpático. Y en la pescadería, el jefe ha intentado colarme un gallo para filetes que tenía los ojos más hundidos que un yonki de los setenta; y de ahí a la charla sobre si entiende usted de pescado y mi revelación de que soy hijo de pescadero y ah, claro, ahora todo se comprende, espere que le busco un gallo más fresco.

Lo del regreso a la infancia se explica por ahí, porque lejos de la impersonalidad de los modernos supermercados, me ha parecido ver de nuevo a mi padre, con sus botas de agua y su mandilón hasta los tobillos a rayas horizontales verdes y negras timándose muy profesionalmente con todas las clientas, incluidas Lucía Bosé, la señora de Di Stéfano (una mujer encantadora que siempre decía, cuando le llevaba el pedido a su casa: «Denle una buena propina al pibito») y hasta María Ostiz (una monja tacaña y ríspida, que era cantante y se casó con Zoco, un futbolista del Madrid). Los piropos de mi padre eran profesionales e inocentes; dudo que alguna vez se le pasara por la cabeza una infidelidad porque, prendas morales aparte, menuda era mi madre. Otro día contaré la bronca que se montó cuando doña Nati Mistral se pasó de la raya con el coqueteo y mi santa, que estaba en la trastienda ocupada con las cuentas, casi la destaza con el cuchillo de hacer rodajas las merluzas.

En fin, todo ha sido casi perfecto si no fuera porque he vuelto a casa con el estribillo de una canción de la Ostiz en la cabeza y no hay modo de sacármela. La canción, digo. «Un pueblo es, un pueblo es, un pueblo es». ¿Alguien se acuerda? Ahora mismo veo por la ventana a un grupo de vecinos empujando un coche para librarlo del hielo. Solo el pueblo salva al pueblo, queridos amigos. No lo olvidemos. Un pueblo es, un pueblo es…

 

Juan Manuel Muñoz Aguirre es licenciado en Sociología y Ciencias Políticas y bibliotecario del Ayuntamiento de Alcalá de Henares. Como escritor, ha destacado especialmente en poesía, si bien su obra se extiende también al cuento y la novela. Ha recibido destacados premios literarios nacionales.