Desde La Oveja Negra
Estados Unidos tuvo como Presidente a un actor mediocre de películas del oeste. España tuvo como dictador a un actor mediocre de documentales. Aquel Presidente de Estados Unidos duró ocho años. El dictador de España casi alcanzó los cuarenta. Para ver las películas de Ronald Reagan había que pasar por taquilla. Los documentales de Franco eran gratis, pero de obligado cumplimiento. Ronald Reagan fue un presidente republicano elegido democráticamente por las urnas. Franco fue un espadón africano elegido por los tiros y por la gracia de Dios. La única película que llegué a ver de Reagan se titulaba La ley del Oeste, apenas si recuerdo de qué iba el argumento, a pesar de lo previsible de su título. Sin embargo aún permanecen anquilosadas en mi retina las imágenes del protagonista absoluto de todos y cada uno de los No-Dos.
Ninguno de los dos actores alcanzó el Oscar, pero el bajito consiguió permanecer obsesivamente agarrado a todas las películas que conformaron mi infancia y adolescencia, de mismo modo que las garrapatas se aferran al pellejo de los gatos. Al final del libro Los años del No-Do (Ed. Destino), cuentan sus autores –Rafael Abella y Gabriel Cardona– una maliciosa historia apócrifa que tuvo gran fortuna en aquellos años de grisura. Su protagonista, gran aficionado a firmar sentencias de muerte, pero también al cine –incluso fue guionista de Raza, excesiva película patriótica– se encuentra un día de incógnito en Hollywood, donde no conocía a nadie y además no hablaba inglés, por tanto no conseguía pegar la hebra. «De pronto se le acercó un hombre alto, de rostro inconfundible, que le tendió la mano mientras se presentaba: —Gary Cooper, de la Metro Goldwyn Mayer. El Generalísimo, feliz al fin, respondió en el mismo tono: —Francisco Franco, del No-Do».
El diccionario franquista
En 1977 Manuel Vázquez Montalbán publicaba Diccionario del franquismo (Ed. Dopesa). En sus páginas iniciales aclaraba: «Ni está aquí todo el franquismo, ni aparece el antifranquismo. Se aplica, pues, solo al espacio político escogido por el franquismo, contemplado por un hombre que nació en 1939 en un barrio de supervivientes ubicado en una ciudad vencida.» Tan imprescindible manual se reeditó hace un par de años por la editorial Anagrama, con ilustraciones de Miguel Brieva y prólogo de Josep Ramoneda. Ninguna de sus entradas tienen desperdicio; en su momento me aclararon infinidad de conceptos acerca de aquel salvapatrias, icono absoluto y obligado de mis primeros veinticinco años de existencia. Me gustaría destacar la definición de “No-Do”: «Nombre dado al noticiario cinematográfico de proyección obligatoria en todos los cines de España. Fue un eficaz instrumento de propaganda del franquismo y de la persona de Franco, protagonista habitual de la parte fundamental del noticiario, hasta el punto de ser apodado: el galán del No-Do. El mundo entero al alcance de todos los españoles, lema del No-Do muy sorprendente en los años cuarenta cuando al alcance de los españoles no estaba ni una alimentación adecuada, ni la libertad de movimientos más indispensable».
España huele a pueblo, a cine de verano
Cantaba Benito Moreno que: «…España huele a pueblo,/ a maceta regada/ a oliva machacada/ a ropa planchada/ a cine de verano/ a niño, no hagas eso/ a no me da la gana…». Los cines de verano, sin lugar a dudas, fueron parte integrante y educacional de nuestra infancia. Allí lo aprendimos casi todo, viajábamos sin movernos de las incómodas sillas de enea, hasta el corazón de África, atemorizados con las tribus del Mau-Mau y sin comprender las incestuosas relaciones de Mogambo. John Ford nos daba lecciones de democracia y nos explicaba en qué consistía la libertad de prensa en películas como El hombre que mató a Liberty Valance aunque no lográsemos captar todo su sentido. Esther Williams nos perturbaba pecaminosamente cuando se zambullía, con bañadores de novicia en piscinas transparentes; aunque luego llegaba la irreal Doris Day y rápidamente nos bajaba la líbido hasta el subsuelo. Antonio Molina en Esa voz es una mina machacaba la copla española con infinitos jipíos que alcanzaban hasta el meridiano de Greenwich, mientras Aurora Bautista en Agustina de Aragón, se enredaba a cañonazos contra los franceses en una Zaragoza de cartón piedra o se desquiciaba en Locura de amor ante las infidelidades de Felipe el Hermoso mientras nos chascaba un curso rápido de la Historia de España, aquella del imperio hacia Dios. Drácula mordía con placer libidinoso todo cuello que se le ponía a su alcance y el hombre-lobo aullaba a la luna mientras nosotros rabiábamos de calor en aquellas noches de verano.
Prólogo con salamanquesas
Allí, en la Andalucía profunda, los veraneos frustrados a la costa se compensaban con los cines de verano. Cada noche, antes de las nueve, los vendedores de higos chumbos y majoletas pregonaban su mercancía a toda la chiquillería: ¡Al higo chumbo, al higo! ¡Al perra gorda la tirada! Una espuerta repleta de higos, una navaja y conseguir sacar un higo de aquella masa estratégicamente colocada para hacer imposible lograr el fruto. ¡A dos reales el puñado de majoletas! y a peseta el canuto. Los de mi generación fuimos unos adelantados, conseguimos que se prohibieran los “canutos” por orden gubernativa. No los de fumar sino los de arrojar. Con los huesos de las majoletas, escupidos a través de aquellos canutos de caña, castigábamos los pescuezos de las primeras filas antes de que comenzase la película.
La primera sesión se iniciaba a las nueve en punto, estaba dirigida sobre todo a los críos. El segundo pase era a las once, se conocía entre los mayores como el cine después de cenar. En aquellos tiempos no regía aún lo del cambio de horario, a las nueve estaba anocheciendo y el No-Do obligatorio comenzaba suavizado con la tenue luz de la tarde, por lo cual sus imágenes resultaban difíciles de distinguir en aquellas pantallas encaladas hasta la saturación. Para los de nuestra edad, resultaba difícil de descubrir si aquellos documentales rebosaban ideología. Las salamanquesas eran las que campaban a sus anchas. Siempre iban en parejas y hacíamos apuestas sobre cual llegaría antes al borde de la pantalla o se metería la primera en la boca de Franco, ese personaje sin carisma alguno que encima se nos aparecía desdibujado ante tanta luz, aunque siempre protagonizaba aquellos irremediables No-Dos. Nosotros le llamábamos, supongo que si malicia: “Jaimito”. Lo de Jaimito tenía su origen en un tebeo de la época del mismo título que patrocinaba un concurso de dibujo entre los niños. Había que dibujar a Jaimito en cualquier oficio, deporte o afición: Jaimito bombero, Jaimito boxeador, Jaimito espadachín. El señor bajito de los No-Dos aparecía cada día disfrazado de una cosa: Paquito marinero, Paquito requeté, Paquito falangista, Paquito soldadito, Paquito veraneante, Paquito cazador, Paquito pescador… A pesar de sus disfraces, no nos resultaba nada simpático aquel señor gordinflón, poca cosa para ser héroe y además con voz de pito. Nos costaba imaginar que fuese el dictador que trataba a los vencidos con dura mano de hierro mientras acogotaba a los vencedores. Sus historias, en desvaído blanco y negro por la luz del anochecer, carecían de aventura, eran aburridas: inauguraba pantanos, presidía desfiles o cazaba salmones. Su único atractivo residía en que siempre le acompañaba una vistosa guardia mora o se montaba en imponentes coches de esos que nosotros nunca veíamos por la calle.
Aquel terrible soniquete
No éramos desafectos al régimen, ni mucho menos; con aquella edad no se podía ser desafecto a nada, pero cuando sobre la gallina del escudo nacional, aparecía la palabra “Fin” todos irrumpíamos en aplausos. Estaba a punto de comenzar la auténtica película y por fin podríamos sumergirnos en el que considerábamos nuestro mundo real. Pasados lo años y las circunstancias, irremediablemente nos hicimos “progres”, y entonces nos cuestionábamos hasta dónde dañaron subliminalmente nuestras neuronas, porque a pesar de algunas décadas transcurridas, aún teníamos alojados en algún lóbulo perdido de nuestro cerebro, el soniquete de aquellos locutores retóricos y babosos hasta la inmundicia.
Un libro sobre el No-Do
Rafael Abella y Gabriel Cardona son dos historiadores que ya nos han demostrado en numerosas ocasiones que saben contar nuestro pasado con amenidad y rigor. En este libro, publicado por la editorial Destino, pasan revista, con ese estilo ágil que les caracteriza, a los años que se mantuvo en pantalla aquel documental que ponía “El mundo entero al alcance de todos los españoles”. Al fin y al cabo lo que cuentan es nuestra propia historia. De tal modo que, fundamentalmente, lo que hacen es refrescarnos la memoria con hechos tan esperpénticos que a veces creemos que los hemos soñado. A modo de ejercicio sado-masoquista, los autores enriquecen el volumen con un DVD que contiene íntegros cinco de aquellos documentales, incluyendo el primero, de 1943 y el último de 1981. Si tenéis el valor de reproducirlos, descubriréis aterrados que la cruda realidad de las imágenes, no sólo pueden herir vuestra sensibilidad, sino que os echarán por tierra cualquier modificación mítica de los recuerdos de la infancia.