El hartazgo es una palabra que en este momento marida estupendamente con la pandemia y todo su entorno sanitario. Diez meses desde sus orígenes han dado tiempo para descubrir las insuficiencias de los distintos agentes que públicamente tenían parte en su administración e interpretación.
La participación de los profesionales médicos y sanitarios sigue siendo evaluada como muy adecuada a los parámetros de exigencia extraordinaria nunca vista en un siglo de enfermedades contagiosas. La comunidad científica también está muy por encima del nivel demandado por la situación de emergencia de curación. Nadie imaginaba la celeridad en el descubrimiento del remedio de la vacuna. Entre vacuna y extensión de la infección con aproximación del efecto rebaño o inmunidad de grupo la situación podría alcanzar silueta de solución en menos tiempo del previsto. Las normalidades quizá ya no sean habladas con la familiaridad del momento presente. Se volverá a los asuntos de siempre. Pero quedará, también para siempre, la manifestación de la torpeza con que se producen los seres humanos en situaciones en que debe imperar el esfuerzo común y la comunidad de bienes.
Ni siquiera una emergencia nacional de enorme proporción ha sido motivo suficiente para evitar la artillería verbal más destructiva contra un gobierno legítimo. En el mes de abril, en coincidencia con las cifras más elevadas de víctimas, con balance de muertos diarios superior a novecientos, Santiago Abascal se refirió al ejecutivo como “negligente, incapaz y gestor criminal”. La portavoz a la sazón Cayetana Álvarez de Toledano no dudó en llamar “hijo de terrorista y perteneciente a la aristocracia del crimen político” al vicepresidente Iglesias. En medio de una crisis nacional sin precedentes que tensionaba todos y cada uno de los capítulos de la administración general, la sanidad pública, la atención sanitaria básica interrumpida, la tutela de las residencias de mayores con una población de 330.000 ancianos, los expedientes de regulación de empleo en dificultad máxima de tramitación. Todo ello no ha sido objeto de consenso nacional y colectivo más que en contadísimas ocasiones por una oposición fecunda en la tirantez de la cuerda de la concordia y el acuerdo.
La puesta a prueba de la estabilidad del gobierno de coalición se produjo ya en enero de 2020, con motivo de su inicio de andadura. La inestimable ayuda de las redes sociales, donde resulta moneda común el ditirambo y el exceso grueso en los juicios prácticamente anónimos, sirve de impulso de creación de un ambiente tóxico de oposición. En aquel enero, hace ya un año, se puso en tela de juicio por PP y Vox la legitimidad de la formación del ejecutivo, incapaces de aceptar un acuerdo de gobierno entre dos fuerzas de la llamada izquierda sociológica, con continuas referencias a sistemas de gobierno y zonas geográficas que nada tienen que ver con Europa. Los apellidos bolivarianos, socialcomunistas, se prestan a juegos dialécticos, pero también a un lenguaje de confrontación que nada tiene que ver con la realidad.
La incapacidad del electorado conservador para digerir un gobierno de dos fuerzas de izquierda agudiza una incompatibilidad verdaderamente peligrosa con los usos y costumbres democráticos. Los observadores internacionales de la vida española se ven escandalizados con los niveles de homologación democrática de ciertos sectores, que testan de manera muy artificial la resistencia del régimen del 78, que fue aceptado a regañadientes por una parte de aquella generación de políticos de cuyos descendientes emergen ahora las resistencias al cumplimiento electoral de un acuerdo entre dos partidos, Psoe y Unidas Podemos, que abrazan la legitimidad de gobierno. La correlación de fuerzas del sector conservador ha iniciado un descenso estratégico a raíz de la presentación de la moción de censura de Vox, cuando el líder del PP, Pablo Casado, en la compañía de muy pocos asesores, se desprendió de la burbuja de convivencia con la extrema derecha de Abascal.
Lo que presagia alguna esperanza en que la cordura institucional se imponga al escalofrío de ruptura de reglas de juego, normas que solo consisten en la convalidación de la realidad consistente en aceptar como leales a esas reglas tanto si se ganan como si se pierden las elecciones generales. Que no es otra cosa, lo que sucedió el 10 de noviembre de 2019, unos ganaron y otros perdieron. Hay que transmutar los odios advertidos e injustos de Agustín de Foxá sobre Manuel Azaña, de quien dijo el primero que “era un lírico del odio”.