La otra cara de las fiestas / Por Consuelo Giménez

Cada año como un mantra ocurre que, cuando se acerca San Bartolomé, se me activa el chip cerebral de alerta que me indica la proximidad de las ferias y fiestas de Alcalá, de manera que me paso las horas en el balcón, como Juliette Binoche en Chocolat, observando hacia donde sopla el viento del cambio. Con los años he comprobado que se trata de una manía que hemos desarrollado los vecinos de la zona del Val.

He de decir que inicialmente se trataba de unas tímidas cabezas, apenas perceptibles coronillas, que nos observábamos a través de las barandillas blancas de las terrazas. Después, algunos comenzamos a saludarnos entre sí a distancia en una suerte de solidaridad. Ahora hemos generado una especie de ecosistema vecinal en el que intercambiamos saludos afectuosos, la sonrisa de sabernos entendidos y direcciones hacia las que dirigir la obligatoria migración impuesta.

Así, todos los años, los que podemos, nos lanzamos al amanecer del primer día de ferias y fiestas a un éxodo en la dirección que nos indique la Rosa de los Vientos.

Es justo explicar que no querríamos irnos. Nos gustan nuestra ciudad, nuestro barrio y nuestras casas. Además, pagamos los mismos impuestos que pagamos todos los ciudadanos de bien y tenemos derecho a disfrutar de las fiestas como todos los vecinos de la ciudad. Pero en los nueve días con sus noches que dura el evento, tras 26 años viviendo en la zona, hemos sufrido y sufrimos hordas de personas a todas las horas del día y de la noche, la rotura de los espejos retrovisores de los coches aparcados, la suciedad en las calles, las vomitonas al pie de las farolas, meadas en cualquier rincón alejado de la luz de las farolas, gritos, risas y lloros, coros de personas en estado de embriaguez, que para nada están sincronizados, sirenas de ambulancias…y la impotente sensación de la dejadez que imprime una laxa permisividad por parte de las autoridades competentes y cuerpos de seguridad que esos días parecen mirar para otro lado. Cada día, la Plaza de la Juventud amanece como un maremágnum de bolsas multicolores, vidrios rotos y condones usados, todos restos del botellón nocturno. Las fotos que ilustran esta reflexión dan prueba de ello.

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Cierto es que los servicios de limpieza hacen un trabajo excelente y en pocas horas todo vuelve a la normalidad aparente. Cierto también que no se trata de que el servicio de limpieza limpie más o limpie antes. Se trata de respetar el entorno, de educación, de respeto hacia las mínimas normas de convivencia social, de civismo, de ética…de palabras que, hoy más que nunca por lo necesarias, están en vigor. Absolutamente cierto también que una buena parte del contenido de esas palabras han de traerlo los usuarios trabajado desde casa.

He de indicar que, curiosamente, hay una serie de horas por las mañanas en las que nada sucede. En ese tiempo se dormita hasta que pasa una comparsa, los gigantes y cabezudos…¡o qué sé yo! Y de nuevo, es el detonante que todo lo comienza. Para los que vivimos enfrente del recinto ferial, ese recinto, descubrimos la extraña competición que se establece al atardecer entre las diferentes atracciones de feria por ver cual puede lucir los colores parpadeantes más estridentes o emitir los sonidos más altos.

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Pero de nuevo dependemos de los vientos que, con sus caprichosos cambios de dirección, impulsan los sonidos a discreción de manera que me duermo a ratos con la mezcla sin sentido de músicas y letras de las diferentes canciones de actualidad. A veces mi casa vibra entera.

Dormito en las noches tropicales de agosto con las ventanas cerradas y cuando las abro asfixiada buscando un poco del aire nocturno allí está, enhiesta, la noria. Con el hipocampo afectado y al borde de la epilepsia entre colores, luces y sonidos, entro en ese duermevela que me permite sobrevivir hasta el amanecer. El café hace el resto.

Tengo la enorme suerte de no trabajar en agosto, pero mucha gente sí lo hace. Se despiertan de madrugada empapados en sudor sin haber podido pegar un ojo, me consta que además algunos tienen una peña debajo de sus casas. Y para aquellos que piensan que no es para tanto y que total son unos días al año, prueben a intentar dormir en esas condiciones.

Muchas personas están enfermas, son ancianas o tienen niños pequeños, personas dependientes a su cargo o simplemente no entienden, como es mi caso, que las fiestas de una ciudad tengan que extenderse a lo largo de nueve días con sus noches. Muchos no entendemos que todas las actividades deban hacerse con música estridente, o llevando una banda de música a la espalda, como si se tratase de una película de Kusturica.

El disfrute de unos cuantos no puede hacerse a costa del sufrimiento del resto. Si ocurre esto es que algo falla en el entendimiento de los grupos políticos. Ha de haber, es necesario, un espacio para la convivencia en el que todos podamos disfrutar de las fiestas; por imaginar posibilidades quizás unas fiestas más cortas de cuatro días (de jueves a domingo) serían una solución. Otra que se me ocurre es moderar el sonido a unos decibelios que sean compatibles con el descanso y con la vida.

Pero, ¡ah, quién soy yo!, apenas una vecina con una imaginación desbocada, ilusionada e insistente votante de los gobiernos del cambio.

Así, hastiada con esta situación que se mantiene en el tiempo el año pasado, buscando la complicidad que me da la afinidad, escribí un mail a la Concejalía de Cultura en el que expresaba estas y otras preocupaciones similares. Nunca recibí contestación al mismo. Nada. Nothing. Rien. Niente.

A pesar de todo, y de todos, sigo inasequible al desaliento asomándome al balcón a esperar a que sople el viento del cambio. Pero de verdad.

 

Texto: Consuelo Giménez

Fotos: Marisa Arranz