Mujer y literatura, de la aguja a la pluma / por Vicente Alberto Serrano

Desde La Oveja Negra

Humillados y ofendidos debían sentirse aquellos bigotitos afilados que esparcían por los butacones del Café Gijón una caspa ancestral. Machotes de los años victoriosos, que en largos años de mísera posguerra, comenzaba a aburrirles hasta el humo de su tabaco, aquel casi incombustible ‘Caldo de gallina’. Tal vez por eso celebraban sus propios chascarrillos entre sonoras pero rencorosas carcajadas, cuando repetían una y otra vez que el Premio Nadal deberían llamarlo Premio Dedal. Simplemente estaban muy, pero que muy cabreados porque, con peligrosa asiduidad, comenzaban a conseguirlo algunas mujeres. Un Premio que ya se inició con mal pie cuando una desconocida se lo arrebató en la primera convocatoria al famoso bigotito del leal César González Ruano.

¿Literatura femenina?

«La mujer que escribe se encuentra, frente a la literatura, al mismo nivel que el hombre, tiene los mismos problemas y quizás las mismas aspiraciones, comparte las mismas técnicas y, desde luego, las mismas visiones del mundo».Esta rotunda afirmación del crítico Juan Ignacio Ferreras hoy debería resultarnos de una obviedad indiscutible. Sin embargo todavía se sigue hablando de ‘literatura femenina’ como si se tratara de estudiar un fenómeno marginal y aislado al que, además, siempre se termina por analizar desde posturas rígidas y tópicos heredados de una tradición de siglos.

Aliento viril

Cuando doña Emilia Pardo Bazán irrumpe en el mundo de las letras, a pesar de su posición social privilegiada y su reconocida valía, se encuentra desde el principio con la reticencia de una sociedad literaria excluyentemente masculina. Valera, Menéndez Pelayo, Pereda o Clarín (Galdós es caso aparte por conocidas razones), ironizan entre sí en sus cartas cada vez que sale el tema de ‘la Pardo’. Ellos, tan amigos de la compañía e intimidad femenina, terminan atemorizados ante una mujer que combate con sus mismas armas. Emilia Pardo Bazán defendió como nadie ser escritora y ser mujer en el contexto de su sociedad y de su tiempo, y logró navegar con placer, soltura y sinceridad por los caminos del naturalismo; movimiento tan poco dado –según los críticos– a la débil escritura femenina; tal vez por eso repetían en todo momento aquello del ‘aliento viril’, cuando tenían que referirse a su estilo. Un aliento viril que debió desarmar al poderoso poder eclesiástico, que ya desde entonces –mejor sería decir desde siempre– ejercía una censura infinitamente más rígida hacia los escritos femeninos, logrando en muchos casos impedir su publicación.

De la pluma a la aguja

Dolores Monserdá, fue una novelista catalana contemporánea de doña Emilia, que –atemorizada– se acercó hasta el confesionario para consultar a su director espiritual: «…si su ilusión por escribir y el deseo de darlo a conocer no eran pura perversidad». Ignoramos la respuesta del confesor. Nos consta que Dolores Monserdá siguió escribiendo, llegó a conseguir infinidad de premios, entre ellos el primero de los Juegos Florales de Barcelona en 1878 e incluso en 1909 le sería concedida la presidencia de honor de dichos Juegos Florales en homenaje a su labor literaria y actuación feminista. En aquel tiempo se la llegó a conocer como ‘la Concepción Arenal catalana’. Sin embargo años más tarde no la encontramos presidiendo el Patronato de las Obreras de la Aguja e interviniendo en la fundación de la liga de Compradoras. Tal vez la respuesta de su confesor tuvo efectos retardados o simplemente se apuntó a la opción de Ángel Guerra, que en 1907 y en el prólogo a los cuentos de Caterina Albert, declara: «En España las mujeres despuntan más por la aguja que por la pluma». Precisamente Caterina Albert tampoco llegó a gozar del respeto de la crítica, a pesar de haber sido comparada con Emilia Pardo Bazán; su estilo ‘crudo’ que no se llegaba a considerar adecuado a la sensibilidad femenina, le abocó a ocultar su identidad bajo el seudónimo masculino de Víctor Catalá, con ese nombre se presentó a los Juegos Florales de Olot donde obtuvo el Primer Premio, que posteriormente le fue arrebatado cuando descubren que tras Víctor Catalá se ocultaba una mujer.

María Lejárraga y Gregorio Martínez Sierra: ¿quién es quién?

«Más ilustran acerca del alma del hombre, e incluso de la mujer, unas páginas de Martínez Sierra que toda la labor literaria de las escritoras de esta época». Son palabras de Rafael Cansinos Assens que, en 1925, cita como gran conocedor del alma femenina a Gregorio Martínez Sierra. Efectivamente tendríamos que darle la razón a Cansinos ante un autor tan conocedor del alma femenina cuando leemos fragmentos de su libro Feminismo, feminidad, españolismo, de 1917: «Las mujeres callan, porque aleccionadas por la religión, amparada de toda autoridad constituida y regida por hombres, creen firmemente que la resignación es la virtud: callan por miedo a la violencia del hombre…». Un texto conmovedor que, no por capricho, asociamos a otro, algo posterior, que recoge María de la O Lejárrraga durante la campaña electoral de 1933 en su libro, Una mujer por los caminos de España (Ed. Castalia): «Mi lucha contra los prejuicios femeninos resultó ser sueño irrealizable. No encontré mujeres a quienes convencer porque en Granada y su provincia la mujer no existe. No es exageración, socialmente no existe. No cuenta; jamás se le ha ocurrido que pudiera contar. Las mujeres no están, las mujeres no existen ni en la Casa del Pueblo, ni en las calles, ni en los cafés. Verlas en sus casas, es punto menos que imposible: el hogar granadino es más impenetrable que un haren…».  Efectivamente Gregorio Martínez Sierra, es tan conocedor del alma femenina que incluso llega a coincidir con esa escritora en sus apreciaciones ante la imagen de la mujer en la sociedad. Tendríamos que darle la razón a Cansinos si no supiésemos a estas alturas que toda la obra de Gregorio Martínez Sierra fue escrita por María de la O Lejárraga, su mujer legal hasta 1922 en que el supuesto autor de Canción de cuna, unido sentimentalmente con la actriz Catalina Bárcena, decide separarse ante el nacimiento de una hija con la actriz. En 1947, cuando Gregorio Martínez Sierra muere, deja entre sus papeles un documento notarial en el que declara que doña María de la O Lejárraga y García ‘ha colaborado’ con él en los textos que llevan su firma.

Martinez Sierra y sra

María Lejárraga y Gregorio Martínez Sierra en el estudio del escritor. Pero: ¿quién es el escritor?

Gregorio y yo

En 1953, María Lejárraga publica con el nombre de María Martínez Sierra el libro Gregorio y yo (Ed. Pre-Textos). A modo de descargo de conciencia, confiesa en sus páginas que ante el temor de los prejuicios hacia la mujer escritora y tras la enorme desilusión que le produjo publicar su primer libro Cuentos breves en 1899, decidió resguardarse bajo el seudónimo de Gregorio Martínez Sierra, para llevar a cabo su muy particular reivindicación femenina.

Virginia Woolf

“Virginia Woolf y su habitación propia” (Collage del autor)

Virginia Woolf

«Vivir una vida libre en Londres en el siglo dieciséis hubiera representado para una mujer que hubiese escrito poesía y teatro una tensión nerviosa y un dilema tales que la hubieran matado». Son palabras de Virginia Woolf en Una habitación propia (Alianza Ed.). Una mujer en el Madrid de comienzos del siglo XX, muy semejante en estos aspectos al Londres del dieciséis, consiguió hacer el guiño divertido a la crítica y sobre todo una burla a toda esa legión de escritores temerosos de que le arrebatasen un terreno que siempre habían considerado en exclusiva, tanto a principios del pasado siglo como durante la casposa posguerra y en este tiempo raro de tanto escritor (masculino singular), pero tan poco lector (masculino plural).