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Ramón Gómez de la Serna en el Pombo / Por Vicente Alberto Serrano

Ramón Gómez de la Serna en el Pombo   /   Por Vicente Alberto Serrano

Entre libros anda el juego

De regreso a su país, el escritor mexicano Francisco de Icaza, asombrado por la personalidad de Ramón Gómez de la Serna, al que había conocido en la Sagrada Cripta del Pombo, le intentaba perfilar a su paisano, el ensayista Alfonso Reyes, algunos rasgos esenciales del personaje: «Ramón es hombre que dice todo lo que se le ocurre, escribe todo lo que dice, publica todo lo que escribe y obsequia todo lo que publica. Además, cultiva la tertulia».

Iconografía literaria

Hubo un tiempo en que llegamos a la conclusión de que la escritura, como una bebida espiritosa que anunciaban en la tele: “Era cosa de hombres”. En la época ya tan lejana de la adolescencia tuvimos magníficos profesores de literatura, no podemos negarlo. En sexto de bachiller, la Literatura Española Contemporánea la estudiábamos a través de dos volúmenes publicados por la editorial Anaya, por entonces aún establecida en Salamanca. Sus autores: Fernando Lázaro Carreter, catedrático en aquella Universidad y nuestro querido profesor Evaristo Correa Calderón, catedrático del Instituto Complutense en Alcalá. La cubierta del tomo que contenía la Antología de textos, venía ilustrada con el famoso cuadro romántico de Antonio María Esquivel y representaba la lectura del joven poeta José Zorrilla –tras el entierro de Larra– acogido en el estudio del pintor, para recitar sus versos ante las notables personalidades masculinas de la época (1846). Cuarenta y dos autores de los que hoy apenas queda memoria. La sobrecubierta del volumen del temario reproducía el cuadro inacabado del pintor Ignacio Zuloaga, titulado Mis amigos. Un inmenso lienzo donde, aún bocetados, estaba intentando representar a los miembros más destacados de su generación: Valle-Inclán, Ortega, Marañón, Baroja, Ramiro de Maeztu, Blasco Ibáñez, Pérez de Ayala, el torero Juan Belmonte y hasta el espíritu de Unamuno simbolizado por una pajarita de papel presidiendo el centro de la mesa. Con esas imágenes y los textos, contenidos en su interior, comenzamos a conocer una parte de nuestra literatura contemporánea. En páginas interiores se contenían otras dos imágenes emblemáticas: el celebre cuadro de Solana sobre la tertulia del Café Pombo y la foto –atribuida a Pepín Bello– que retrataba a la Generación del 27, posando rigurosamente serios en el estrado del Ateneo de Sevilla. En ninguna de aquellas tertulias aparecía, ni por asomo, la sombra de una mujer. Nunca supimos si existió alguna vez un lugar oscuro dónde se hubiesen reunido y confabulado: Cecilia Bohl de Faber, Carolina Coronado, Emilia Pardo Bazán, Rosalía de Castro, Colombine, María Lejárraga, Concha Méndez, María Zambrano, Rosa Chacel, Luisa Carnés, Carmen Conde, Mercedes Formica, Elena Fortún, María Teresa León… En nuestro bachillerato –como el coñac Veterano– los iconos literarios solo fueron cosa de hombres.

Un moderno

Sin embargo Ramón nos descubrió por entonces que la literatura también podía entenderse, sobre todo, como un juego. Un divertimento sorprendente porque, desde su generosa complicidad, nos provocó el deseo de cruzar al otro lado del espejo. Allí adentro se arremolinaban las lúcidas explicaciones a casi todas las vanguardias. Intensos y agudos retratos al minuto de pintores y escritores. La vitalidad que encerraban los polvorientos cachivaches de El Rastro y otros muchos rincones olvidados de su Madrid. La personal visión sobre lo cursi. La exhaustiva relación de todos los tipos de senos que caracterizaban a las señoras de su tiempo. El desternillante viaje a Cinelandia en la edad gloriosa de Hollywood (Neville, Jardiel, Tono y López Rubio le deben mucho). Sus textos sobre el circo prologados por los payasos Fratellini, quienes no dudaron en calificarlo como un maestro entre los suyos. Y sobre todo las casi infinitas Greguerías con las que conseguía practicar una peculiar álgebra superior de las metáforas. En suma se trataba de la obra inmensa, casi inabarcable, de un escritor al que el riguroso Luis Cernuda, no dudó en integrarlo dentro de sus Estudios sobre poesía española contemporánea (Ed. Guadarrama), afirmando que se trataba de una literatura y una lírica nueva porque: «…no hay entre nosotros obra más llena de originalidad, originalidad de pensamiento y de expresión, que la de Gómez de la Serna». Tal vez todo aquello generó cierta envidia –inexplicable– en algún otro autor, también genial y casi infinito, como fue el caso de Josep Pla que ejerció una sátira cruel e injusta, no sólo cuando se acercó hasta el Pombo por vez primera, sino muchos años más tarde al visitar a un Ramón derrotado y exiliado en su refugio de Buenos Aires. Tampoco el rígido Francisco Ayala fue muy caritativo en la descripción que traza en sus Recuerdos y olvidos (Ed. Alianza) de la primera noche que descendió hasta la cripta del Pombo. El soberbio y controvertido César González Ruano por su parte intentó, con sus desagradables y largas uñas, arañar la figura de Ramón. Para nosotros todo aquello resultaba inútil, porque habíamos descubierto el primer escritor moderno que sabía retozar por nuestra literatura. Años más tarde, posiblemente gracias a él, nos engolfaríamos con los textos de Max Aub y de Cortázar.

El cuadro de Solana

De aquel mito innovador y rupturista que consiguió adentrarnos en el placer de una escritura diferente y abierta, nos decepcionó su físico. Siempre nos lo habíamos imaginado hermoso y rubio como la cerveza, o al menos tan alto y atractivo como Julio Cortázar. Sin embargo se trataba de un personaje achaparrado y poca cosa. Su realidad física no se ajustaba a la imagen que nosotros –a través de sus textos– habíamos conformado en nuestro imaginario. Ni en las fotos que Alfonso le realizó en su torreón de la calle Velázquez, ni siquiera en ninguna de las caricaturas con su inevitable pipa. Tampoco en el relamido monumento de Pérez Comendador en el parque de las Vistillas. Tal vez lo más acertado de su iconografía sea la interpretación en el retrato cubista que Diego Rivera le realizó con su mujer, Luisa Sofovich, al fondo. En ese lienzo sí que se capta algo del espíritu multiforme de Ramón. Al contrario del cuadro emblemático de Solana; a pesar de que aquella pintura fue siempre uno de nuestros referentes legendarios para adentrarnos en la literatura del pasado siglo. El estilo de Solana era patético y descarnado, sus trazos rebosaban la tristeza de una irremediable España Negra. Por eso su pincel convirtió la tertulia sabatina de la Sagrada Cripta del Pombo en una colección de personajes acartonados; como si estuviesen realizados en papel maché: hieráticos, faltos de aliento. Con un Ramón como personaje central, de pie pero algo ausente, entre miradas inexpresivas que más que a una tertulia literaria, parece que estuviesen asistiendo a un velatorio. Lo único que contiene algo de vida en todo el conjunto pictórico son los objetos: el ventilador, la lampara, el sifón, la pipa, los azucarillos, el libro que agarra Ramón con su mano derecha, posiblemente primera edición de los textos sobre el Pombo. También la caja de cerillas con la reproducción de una de las pinturas negras de Goya y como eje central de todo el lienzo la botella de Ron Negrita, allí se muestran los dos únicos personajes femeninos de toda una iconografía literaria y misógina que conformaron buena parte de nuestros gustos literarios.

Las damas silenciadas

Eso, por supuesto, si exceptuamos a la dama, que a la manera de los evanescentes reyes que aparecen en Las Meninas velazqueñas, se refleja misteriosamente en el espejo del fondo con su pareja. ¿Que hacía una señora a esas altas horas de la madrugada en la viciada y exclusiva atmósfera machista de un café? Tal vez se empeñaba en representar a todas las damas silenciadas que a lo largo de nuestra literatura han sido metódicamente ninguneadas.